lunes, 6 de diciembre de 2010

RELATO ROJO

Él había envenenado su sangre.

Recibió la noticia como una bofetada y tras recuperar el aliento, compró dos botellas de vino en la tienda de alimentación situada frente a su casa. Supo al instante que le sería imposible pasar la noche sin anestesia.

Subió las escaleras temblorosa, se desplomó en el sillón como si tuviese el cuerpo muerto, fijó la mirada en un punto, su mente estaba en blanco. Aún temblaba, tomó aire, intentó respirar con pausa para calmar la ansiedad, y descorchó la primera botella.

Todos los recuerdos de aquel momento se iban proyectando en su cabeza a modo de fotogramas, fue repasando cada uno de ellos con detenimiento. Le invadió la nostalgia y la impotencia. Sacó una copa de la vitrina y la pintó de rojo hasta el medio.

A medida que el vino fluía por su garganta se iba acentuando la ira y la rabia. Ya era tarde, imposible cambiarlo. Tocaba aprender a convivir con el veneno y tuvo claro, desde el primer momento, que no sería tarea fácil.

Se sirvió la segunda copa de vino que le hizo llorar, igual por lástima o por miedo. Estaba resultando muy difícil encajarlo. Se sentía perdida, despistada ¿Hubo forma de evitarlo? Ahora no había vuelta, estaba ahí, se había instalado para siempre, sin que hubiese manera de aniquilarlo. Había sido convertida en vampiro, ya no había remedio.

La tercera copa le hizo enrojecer, sus ojos se habían vuelto vidriosos y las manos desordenadas. Los pensamientos se iban emborronando, llegaban a ella como imágenes oníricas, se sintió débil y a la vez muy fuerte. Su mirada estaba clavada en aquel líquido rojo. Sangre, en algún momento imaginó aquella copa llena de sangre.

Cuarta, quinta, desequilibrio. La primera botella transparentaba el envase, no daba siquiera para llenar una copa. El temblor de sus manos hizo que el vino se derramara al servirlo, la mesa se pintó de rojo y algunas gotas se deslizaron por la madera golpeando la alfombra. A penas le quedaron reflejos para frenarlo, su mirada se perdió en esa catarata de vino rojo. Sangre envenenada.

Al descorchar la segunda botella sintió odio, todos sus pensamientos y sensaciones se desviaron hacia él y sintió un odio descontrolado. Él le había llevado de la mano por un camino de rosas y el destino de aquellos paseos desembocaba en el destierro. Éste era el primer momento de horror en el infierno que él le había dibujado.

El vino la adormeció por un momento, pero la rabia, la ira y la impotencia le hicieron frente al sueño, fue entonces cuando comenzó a acariciar con suavidad su venganza. Se sirvió otra copa de vino. Le resultaba imposible permanecer quieta en el sillón soportando todo ese dolor. Difícil la idea de quedarse parada ahora que sabía que ese hijo de puta había partido su vida en dos. Fue entonces cuando decidió utilizar todas sus armas. Rebuscó en el armario del dormitorio la falda más corta, bajó su escote al infierno y alzó los talones al cielo. En el cajón del mueble de la cocina encontró el cuchillo más afilado. Pintó sus labios de rojo, de un rojo tan intenso como el vino que había estado tomando, de un rojo tan brillante como la sangre que en algún momento imaginó rellenando la copa, de un rojo envenenado.

Bajó apresurada las escaleras. Su cuerpo temblaba casi tanto como cuando recibió la noticia. Pegó un traspiés contra alguno de los escalones, los efluvios del vino impedían sus movimientos. Salió a la calle. Noche negra y cerrada, tomó un taxi: “Paseo de Entrevías número sesenta”. Pronunció en voz alta y con tono firme, evitando que los balbuceos descubrieran su embriaguez.

Al llegar al portal se detuvo un instante, de nuevo respiró profundamente. Retocó el rojo de sus labios y se revolvió el pelo. Timbró. Él la recibió sorprendido y con entusiasmo. Se sentaron en el sofá, ese sofá que tantas veces fue el escenario de sus flaquezas. Le ofreció un vino que aceptó gustosa. Él sonreía todo el tiempo. Ella le miraba con una fijeza desorbitada, le estaba resultando imposible hacer desaparecer esa mueca espantosa de su boca. No se despegó del bolso ni por un instante. Intentó disfrutar sorbo a sorbo del vino, un exquisito Clos de Béze del 2001. Él conocía su predilección por los Borgoña, como siempre, quería complacerla. Se sentó junto a ella y brindaron, sus ojos se quedaron fijos en los de él al tiempo que escuchó el chasquido de las copas al chocar. Ella comenzó a acariciarse los labios, sugiriéndole con picardía que se aproximara a ellos. Él se perdió al gesto y la besó. Las manos de ella continuaban aferradas al bolso. En ese momento, las diapositivas de los recuerdos comenzaron a proyectarse a modo de película en su cerebro. Se le disparó el corazón, le palpitaba con tal fuerza que en algún momento sintió que saldría disparado hacia la lámpara de aquel salón color ámbar, casi rojo. Afloraron los sentidos. Perdió por completo la razón y la conciencia. Él acariciaba sus pechos y todo su cuerpo, ella correspondía sus caricias solamente con la mano izquierda, la derecha se distraía ansiosa rebuscando el cuchillo en el bolso. Sintió un corte en el dedo meñique, a penas apreció el dolor.

Fueron segundos, décimas de segundo, ella asestó el cuchillo contra su corazón, él había destrozado antes el suyo, lo desplazó hacia su garganta, no quería escuchar sus alaridos. Su cuerpo quedó inerte junto a ella, tan muerto como el suyo aquella tarde al desplomarse en el sillón tras conocer la noticia. La sangre brotaba a borbotones de unas venas muertas que no perdían la sonrisa. Ella rellenó la copa y manchó sus labios, pasó la lengua despacio, se relamió, luego un sorbo y otro. Saboreó esa copa como ninguna otra de tantas que había tomado aquella noche. Veneno. Sonrió.



Todo esto me lo contó la misma noche. Estaba agotada. La acusada no recuerda mucho más. La víctima le convirtió en vampiro, señor juez, él había sorbido su sangre, la había envenenado. Ella sólo quiso hacer lo mismo. Como abogado me limito a redactar su declaración. ¿Perdón? ¿Que ha aparecido muerta? ¿Por qué me mira así? ¿Me está acusando? Oiga, ¡que yo soy su abogado! ¡Que el cuchillo lo utilizo para abrir el pan! ¡Que soy abstemio y jamás pruebo el vino!





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