Pasaba las noches
matando avispas con un spray. Después, me miraba al espejo y este me devolvía a
una diosa guerrera que no se llamaba Diana y ni siquiera me recordaba a mí.
Llegué a esa casa
por casualidad. Alguien (aún no sé quién) respondió al anuncio que, desesperada
por encontrar alguna habitación, había colgado en la página web de aquella
ciudad al sur de Francia. Recogí las
llaves en el bar que había en el portal de al lado, a cambio del dinero del
alquiler. La casa era amplia, estaba llena de luz y de madera vieja. Nada más
abrir la puerta me recordó a una de esas de Formentera, dónde Medem ambientó
Lucía y el sexo. Yo, que tanto amo el cine. La intuición me llevó a mi cuarto.
No era pequeño, pero estaba inundado de muebles. Había un armario con espejos,
enorme y sin ningún sentido porque de ninguna manera enfocaba a la cama. La
cama apenas me dejaba hacer vida en el taburete, mi supuesto bureau, que había
entre ella y la ventana. En la mesilla de noche había un gato inmóvil y
atractivo (me siento ridícula utilizando este término, pero no encuentro otro),
un gato inmóvil y atractivo que no paraba de erguirse coqueto y de mirarme.
Nada más llegar
deshice el equipaje y me tiré sobre la colcha (seguro un bonito souvenir de
Lisboa), tratando de recordar los meses que me habían llevado hasta allí. Duros,
muy duros. Había salido de Bilbao fatigada de impotencia. Por muchas. Por
todas. Por tratar de hacer y vivir. Por ser una mujer. Por intentar ser una
persona. Quedaba un poco de sol entrando por la ventana. Suficiente para darme
la razón. Aquella habitación prometía vida.
Mi tiempo se
deshacía en el cine, en los cafés para intercambiar conversación y en mi viejo
dormitorio de espejos enormes, donde no hacía más que descargar mi rabia pasada
contra las avispas. Me valía de trabajos precarios para vivir. A veces lavando
platos en algún restaurante y otras
limpiando baños. Les toilettes, llamaban ellos.
Una noche, al
terminar la jornada, el patrón me invitó a tomar una copa antes de marchar.
Curioso me preguntaba acerca de mi vida anterior. Millones de fantasmas
inundaron la sala, sin embargo no fui capaz de revelarle ni una sola palabra.
La falta de fluidez en su idioma y la desgana me llevaban a un “je ne sais pas”
sin sentido y de ahí, a sus manos perdidas bajo mi delantal lleno de manchas.
Nos dio la mañana. Durante el café, me aumentó la jornada de trabajo y cambió
mi puesto de lavaplatos por el de camarera. Entonces decidí dejar ese curro. La
vuelta a casa me hizo sentir tan sola como la protagonista de aquella película
de Rohmer, El Rayo Verde, pero encontré la misma suerte que ella. Justo
esperando el primer tren, me habló un muchacho con pocas cosas mejor que hacer.
Sin vacilar, me fui con él a un bosque.
Jugamos a ser pareja. Hicimos un amor bilingüe y reviví el Anticristo que me
hizo odiar a Lars von Trier. Me sentí perversa. Cuando presentí que faltaba
poco para que prendiera la cerilla que me volvería definitivamente bruja, le
pedí que me devolviera a mi casa. Y así lo hizo. Los franceses son muy
orgullosos y educados. Ya en casa me encajé en el taburete entre la cama y la
ventana y comencé a escribir mis días, con la misma fuerza con la que apretaba
el spray devorador de avispas. El gato
me lamía los dedos de los pies ¡cómo si fuera un perro!
Mis días
siguieron en aquella ciudad. Esclava de la rutina y de un buen hacer perfecto.
Como en aquella película de James Ivory que se llama Lo Que Queda del Día. Y
así como hizo Anthony Hopkins, me adapté a una burbuja de vida que no abarcaba
más que las avispas, mi taburete, el gato, la mesilla, los espejos y mi cama
enorme.
Comenzó a llover
y mi tiempo se hizo negro. Apenas quedaban avispas, pero mi obsesión se tornó
furiosa. Agarré el paraguas y salí a la calle. Empapada, en busca de vida, me
refugié en un café decorado con sillones de terciopelo rojo y reproducciones de
Pablo Picasso. Pedí una absenta, por si de ese modo, me transformaba en una
prostituta de la época maldita. Maldita decisión. El alcohol me llevó de nuevo
a casa acompañada de un poeta ebrio. Cualquiera se vino conmigo y revivió como
en una pantalla gigante, aquella historia de la que yo huía. Las avispas
revoloteaban alrededor de la lámpara. El gato le arañó la cara, a ese que venía
conmigo. Me miró con los ojos amarillos y felinos. Asentí. Rompió el cuerpo del
desconocido con las uñas y saltó sobre mis rodillas para que le acariciara. El zumbido de las avispas me estaba volviendo
loca. El gato estiraba zarpazos a un lado y otro. Silencio. Encajada en el
taburete que limitaba mi cama, me vi a misma reflejada sobre el espejo del
armario enorme. Riendo. Un subtítulo decía: ¿Quién eres? El sol guiñaba los
ojos del gato. Olía a café y a madera vieja.