jueves, 29 de diciembre de 2011

EL HIPPIE NATURISTA

Me encanta estar desnuda con mi cuerpo, sin que nada nos oprima ni nos limite. Nunca sentí pudor por mi desnudez. Tengo un cuerpo bonito, imperfecto pero bonito ¿Hay algo más hermoso que el cuerpo cotidiano e imperfecto de una mujer? No me avergüenza lo más mínimo mostrarlo. Concibo la desnudez como algo natural.

Raquel me había invitado a tomar café en su apartamento. Ella llevaba un tiempo enganchada a una página de esas en las que la gente camufla sus ansias por encontrar sexo, bajo el seudónimo de amor. Me contó, entre risas, que había conocido a un hippie naturista, un amante excepcional de pelo largo y vaqueros caídos “¿Naturista?” me llamó la atención la descripción del tipo. “Sí, naturista, tiene cuerpo para exhibirlo”. Yo entonces sufría los latigazos del desamor y trató de convencerme de que darme de alta en esa página, sería la mejor forma de amortiguarlos.

Tocaban días de vacío y tristeza. Apenas era capaz de concentrarme delante de la pantalla del ordenador en la oficina. Perdía la atención a la conversación de mis amigos. No tenía ganas de mucho más que no fuera estar de pleno conmigo misma. Fue entonces cuando decidí tomarme unas vacaciones y alquilar un bungalow en la urbanización naturista de  Vera. Después de seiscientos kilómetros al volante, reconocí que mi elección había sido la acertada. Fue fascinante sentir tanta naturaleza pegada a mi piel. El agua fría y cortante del mar. El tacto al aire de mis propias manos y las caricias cálidas y cariñosas del sol profanando mis partes más íntimas. Todo un placer pasar de la playa a la ducha y de la ducha a la cena en la terraza del bungalow, omitiendo el ritual del desnudado y el incómodo vestido. Y que decir del despertar, salir de la cama sin más pasos que desayunar y comenzar a vivir. Fue en ese bungalow de Vera donde me declaré naturista por principios y devoción.

La brisa del mar, sus olas removiendo la arena en los pies, el sol calentando mis hombros y mi cuerpo desnudo una vez más, me devolvieron a mi misma y de nuevo recobré la alegría. Una noche, al terminar de cenar en la terraza del bungalow, me preparé una copa de ron y comencé a jugar con mi portátil. Recordé los consejos de Raquel y por curiosidad, me di de alta en esa página. Montones de muchachos con fotos impertinentes intentaban captar mi atención. Aquello no me divertía lo más mínimo. Necesitaba darle vida a la noche y al ron. Estaba sola, desnuda y con un portátil sobre las piernas. Sentí nostalgia. Me avasallaron las ganas de compartir todo ese entorno con alguien. Fue entonces cuando recordé al hippy naturista del que Raquel me había hablado. No le conocía y sin embargo sentía la necesidad de tenerle sentado en la banqueta de al lado. Ansié por momentos compartir con él mis risas y mi desnudez. Mis ojos se clavaron en el plasma del portátil. Necesitaba encontrarle. Acoté todas las búsquedas, edad, color de pelo… “Imposible”, pensé fomentando con ello mi ansia. Me preparé otra copa y descansé un momento. No podía irme a dormir sin cumplir mi objetivo. Repasé fotos, apreté los ojos fuerte intentando recordar y como por arte de magia, llegó a mi cabeza un detalle que Raquel me dio a conocer y que hasta el momento había olvidado, su distrito postal. Introduje el dato en los campos que se me ofrecían en la página y milagrosamente su imagen dio vida a la pantalla de mi portátil, al ron y a esa noche de tiempo sobrado y absurdo en la terraza del bungalow.

Pinché la ventanita del chat y me decidí a escribirle: “Hola, ¿Qué haces conectado a estas horas?” Esperé unos instantes, no contestaba y comenzaban a arañarme los nervios. Le di otro sorbo al ron y me fui al baño para hacer tiempo. Al volver la pantalla seguía clavada en mi última pregunta. Dirigí la mirada al cielo y conté hasta cincuenta, la desvié tímida y miedosa de nuevo al plasma: “Lo mismo que tú, supongo” . Aquellas palabras escritas me sonaron a música celestial. Nos enredamos en una conversación absurda. Me divertía teclear todas las tonterías que me llegaban de pronto a la cabeza. Nadie me juzgaba más la pantalla de mi ordenador.

Los primeros rayos de sol pusieron fin a ese mundito de risas y disparates sin freno. Él debía acudir a su consulta o algo así. El final de nuestra conversación se hizo un laberinto. Le hice saber mi condición naturista y me avasalló a preguntas. Quería adivinar mis razones. Tecleábamos los dos al tiempo. Entremezclamos como dos posesos millones de palabras. Nuestra afición al naturismo, nuestros objetivos con respecto a eso, la naturalidad de la desnudez, la falta de objetividad sexual del cuerpo en sí, nuestro enfoque hacia la vida, lo que proyectábamos y lo que éramos capaces de dirigir. Y la conclusión fue una cita nudista en el salón de mi apartamento, sin introducciones ni desenlaces sexuales. Algo sencillo y natural que nos hiciera disfrutar de aquello que los dos amábamos: nuestra desnudez. Con toda esa información él se fue a su consulta y yo a dormir. Intenté ordenar conceptos: “se llama Víctor, es guapo, divertido, naturista y vegetariano”.

Seis horas de imaginación desbordada y carretera hacia Madrid. Me sentía feliz. Casi había olvidado por completo mi tortuoso desamor. Me estallaba contra la cabeza ese cuerpo desnudo de pelo largo que había conseguido emborronar de risas y esperanza la pantalla de mi portátil.

Llegó el día de la ansiada cita. Los nervios mantuvieron durante toda la mañana el corazón en mi garganta. Recordé que me había dicho que era vegetariano y plagué la nevera de verduras y hortalizas. Quería hacer de aquella tarde algo inolvidable y procuré que no se escapara ningún detalle. Me excitaba la idea de recibir a un desconocido desnuda en mi salón. Me escribió un mensaje cuando tomó el taxi que le habría de traer a mi casa.  Me temblaban las manos y el cuerpo entero. El timbre de la puerta volcó mi corazón. Y sin embargo, sentí un leve mareo al descubrir su imagen en el umbral. Aquel personajillo de voz gritona y movimientos nerviosos no tenía nada que ver con lo que yo había imaginado. El Víctor a quien esperaba no existía, a cambio tenía delante a un perfecto desconocido que contemplaba de arriba abajo y con baboso deseo mi cuerpo desnudo. “A Raquel se le está yendo la pinza o está perdiendo el gusto”, pensé.

Le invité a pasar y a quitarse la ropa. Las condiciones debían ser las mismas para los dos. Le ofrecí una cerveza con naturalidad. Yo había perdido por completo el miedo y él, sin embargo, tartamudeaba hermético y tímido.

- ¿Te apetece cenar algo? Tengo verduras y fruta, por cierto, en eso también coincidimos, soy vegetariana igual que tú.

- ¿Vegetariano? - Abrió los ojos con asombro - ¡Yo no soy vegetariano!

- Pero tú me lo escribiste, ¿no?

- Veterinario, te dije que era veterinario - Me resultó inevitable estallar la carcajada que desde que abrí la puerta estaba contenida en mi garganta.

Me senté a su lado en el sillón. Él apenas hablaba y yo no paraba de hacerlo sintiendo que de aquel modo, pasaría cuanto antes esa situación incómoda. Mi actitud era natural, como si estuviera acostumbra a recibir desnuda a desconocidos en casa. Él sin embargo estaba inmóvil. Alargó el brazo para agarrar un cojín que tímidamente colocó sobre su entrepierna, aquello crecía por momentos y debió presentir que yo me estaba dando cuenta. Se me escapó un bostezo.

- Igual estás cansada y quieres irte a dormir - Me dijo en tono bajito y manteniendo la esperanza de que le invitara a mi cama.

- No, tranquilo. Bueno, sí, la verdad es que madrugo mucho y estoy agotada. Ha sido un placer conocerte. La próxima fuera, en algún bar, eso sí, con ropa - Recurrí al chiste fácil para restar tensión al ambiente. Me despedí de él besándole las mejillas. Su expresión era un poema. Los ojos como platos y la mandíbula descolgada. Salió disparado de mi casa.

Me gusta estar desnuda con mi cuerpo y protegida con los de otros.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

LA NOCHE DEL ACCIDENTE

Mi chico se ha matado en un accidente de coche.

El tiempo en mi salón no existe, es un presente perpetuo. Que se termine el papel higiénico, la leche y los congelados del frigo, es lo único que me hace sentir viva. Mi sueldo no da para pagar el alquiler. Trato de dibujar los números rojos con el pintalabios, aparentando una sonrisa. Y pienso en su chándal y en mi pijama de osos, cavando hondo en el sofá, para encontrar el frac y los tacones de aguja. Los recuerdos llevan toda la mañana acariciándome. Me crezco como una polla enorme. Escupo un sueño. Estoy en paz y me marcho a dormir.

La policía toca la puerta. Salgo de la cama desganada, me pongo la bata y les recibo con una taza de café frío y un montón de legañas en las manos. Me interrogan en el pasillo. No me apetece ser amable y no les paso al salón. El freno de mano de mi Twingo estaba roto, esa fue la causa del accidente. El informe prueba que ya lo estaba antes de que él cogiera el coche e insinúan que podría haber sido cosa mía.  Lo tienen todo muy atado, salvo los motivos que me podrían haber llevado a hacer algo así. Saben la miseria en la que andábamos viviendo. Saben también que ahora esa miseria la soporto yo sola. Lo que no les voy a contar son nuestros sueños de cruceros por el mundo y marisco en la terraza de algún ático de lujo. Eso ya no importa. Mi chico se ha matado. Él ya no sueña y yo tampoco.

No soy capaz de reconstruir la noche del accidente, como me piden. Les puedo describir, si acaso, la rutina que manejábamos a diario, cuando él estaba vivo. Asienten y me piden esa información. Me ruborizo al recordar el primer momento de la mañana. Siempre poníamos el despertador media hora antes de levantarnos para gozar plenamente el uno del otro. Desnudos. Sin cerebro para pensar en las quince horas que se nos venían por delante. Desnudos no existían los problemas. No éramos nada más, ni nada menos. Luego, al final del día, nos quedaban otras dos horas, antes de ir a dormir, para repasar la forma en la que debíamos afrontar y salir de esa situación. Trabajo, trabajo, trabajo y falta de capital para cubrir nuestros gastos.

Uno de los polis ha reparado en la curva que deforma los dibujos de mi bata. Me ha preguntado con una frivolidad que me ha atado el café a la garganta. “De cuatro meses, él no lo llegó a saber, no encontré el momento de decirle”. He contestado con una sonrisa cínica bien disimulada. Me he quedado pegada a la puerta cuando se han marchado. Acariciándome la barriga. Los recuerdos me han apedreado y me he vuelto a la cama agarrándome a las paredes. La noche del accidente conducía yo.  

martes, 20 de diciembre de 2011

DOSMILONCEANDO Y CON EL MAZO DANDO

Tú, todo el rato tú y la eclosión. La puta que llega en mala hora y me patalea con el pie izquierdo hasta meterme en una tubería. Mahou, Bombay, las tónicas y otros venenos. Terror de 200 m negros en un cuarto de baño. La morena que vendió sus tardes de directo en el mercado de las pulgas. La chica que lo entrega todo a cambio de un nada sospechoso. Decepción. Soledad. De nuevo tú y mi cama en verde oscuro y morado. El buscavidas que encuentra la mía, me hace firmar letras de humillación y calumnias y se las cobra en especies y en dos plazos. Escombros soplando una llama de negocios. La locura. No tú, definitivamente no y sí a una noria interminable que impide otros colores. Julio, Jose y un verano lleno de agua y de amigos. Los dos locos de pelo blanco que me convierten por una noche en la muñequita de algún cuaderno. Ana y aprender que existe la belleza. Chabrol, Truffaut, Romher en un mundo de subtítulos. El calor a café del gineroom, ese palacio con siete habitaciones. Las sonrisas que chupan lágrimas en el bigote y empujan para mantener el equilibrio. La incertidumbre, siempre rasgando con rabia la erre. El pijama, los garbanzos y la maraña de vida en la que me enredo con el chándal de Galo. Una esperanza, un hilo de ilusiones, las ganas de olvidar este año. Y a ti.  

lunes, 5 de diciembre de 2011

LAS SETAS

Ojalá la tristeza que produce el desamor, se fuera tan rápido como el efecto de las drogas.

La primera noche perdimos la conciencia en montones de garitos, antes de llegar a la cama. Pero en la cama, ya sin espíritu, forzamos el cuerpo para olvidarnos durante doce horas de caminar, de comer, de pensar. Después supe que cuando se marchó de mi casa, apenas recordaba su nombre, ni porqué estaba allí, ni dónde vivía. A mí, a mí me había convertido en una ninfa discapacitada. Se había llevado mi destreza para otros sentidos que no tuvieran que ver con sus dedos y su olor. Había colapsado todas las entradas a mi cerebro, salvo su mirada de reojo, su sonrisa larga y su rabo de sátiro. Esa trilogía se mantuvo insistente hasta que le volví a ver. Todo era cuerpo entre nosotros. Y yo, que siempre he amado la entrega absoluta a los placeres, como sería de esperar, al tercer día me enamoré.

Con el amor me llegó la ansiedad propia del sentimiento. Cada mensaje no contestado me suponía un pinchazo en algún nervio. El miedo a perderle me mantenía tensa y esa tensión, le daba una bofetada de palabras que le alejaban de mí unos cuantos pasos cada vez. Supe por mi actitud que le iba a perder y del mismo modo se lo hice saber a él. Se le llenaron las pestañas de pena y a mí de rabia, por no poder controlar ese querer con necesidad. Aquella noche, a pesar de esa extraña distancia (no de sentimientos, sino de canalización), llegamos de la mano al sofá de mi casa, nos desnudamos y nos comimos unas setas que había traído como souvenir de Ámsterdam.

Nos envolvimos en magia. Desaparecieron los objetos. El resto de humanos. Los pensamientos Desapareció todo lo no fuéramos él, los cojines de mi sofá y yo. Se magnificó el sexo. Se convirtió en algo sospechosamente grande y profundo. Las caricias llegaban a los huesos y una catarata de líquido recorría mis piernas. Su olor me llamaba a voces y yo me entregaba a él desesperada, como un animal en celo. “Te quiero”. Gritaba. “Te quiero, tía”. Y en mi embriaguez se me hacía entrañable esa mezcla de deseo, cariño y brutalidad callejera. Lo que vino después lo viví en una burbuja de jabón. Suave. Muy despacio. Todo lo gris de lo cotidiano se redujo a caricias. No había más vida que la boca de los dos y sus manos. Y también las mías, desquiciadas de tanta paz. En algún momento, sentí que le hablaba sin mover los labios y él me entendía. Fuera las palabras que no hacen sino confundir. Nos contábamos nuestros secretos con la frente. Entonces pensé en algo doloroso y me pareció verle llorar. En cuatro horas, nuestra carroza se convirtió en calabaza y el mágico efecto de las setas se diluyó.

- Me has dicho que me quieres-. Le dije tímida para ver como reaccionaba.

- ¡Íbamos drogados! - Contestó él mirando fijamente mi puchero de niña caprichosa. Y yo, callé.

- Claro que te quiero, tonta – Rompió el silencio pasándome el brazo por el hombro mientras yo sonreía, a punto de llorar. Aquella sonrisa que me hizo apretarle la mano, fue quizá lo más dulce que recuerdo de mi tiempo con él.

La embriaguez duró unos pocos días más. Como si la parte de nuestro cerebro que no domina la razón, que solo se deja guiar por los instintos, se hubiese quedado encendida y la única señal que emitiera fuese la de aparearse con el otro. Fueron unos días guiados por una intuición animal. Comer. Dormir. Reír. Follar. Y de ellos he hecho un cuadro de lo que supone para mí la felicidad. Pero no. De los animales nos separa la razón. Maldita aliada. Esa falsa razón nos ensucia de miedo, de grises, de otras personas, de otros recuerdos.

Nuestra historia siguió unos cuantos meses con alegrías y desganas. Apagado por completo el cerebro primitivo, mi compañero de setas y yo nos empeñamos en humanizar nuestra relación. Freno. Vacío. Volvió la ansiedad pinchando los nervios y esa tensión que ya en algún momento me anunciaba que le iba a perder. Rebusqué en el cajón. No quedaban más setas.

El desamor siempre es una incógnita cuando se ha amado de tantas formas. A veces me gustaría ser un animal salvaje o vivir siempre bajo el efecto de las setas, tirada sobre los cojines de mi sofá.

viernes, 25 de noviembre de 2011

BLOQUEO EMOCIONAL

Anoche soñé que me masturbaba contra la espalda de un tipo. Estábamos tumbados sobre un colchón sin sábanas, dentro de una cabaña hecha con tablas de madera. El fondo de mi sueño era blanco y se dibujaba en negro la diana de mi clítoris, como si fuera la viñeta de un comic de Capurnio. Mis gemidos llegaban débiles,  sin apenas inmutarme. El tipo se giraba y en neutro decía: “Deberías mover las caderas. Deberías dejar que me colocara en medio de ti y mover las caderas después”. Me daba la espalda de nuevo con cierta indiferencia. Yo me quedaba fija en las puntas de su pelo sobre el cuello y entonces pensaba que tal vez podría gustarme hacerlo de ese modo. Interferencias. Una de las tablas de madera se desprendía golpeándome la cabeza. El sobresalto me ha despertado. Tenía las bragas mojadas.

lunes, 7 de noviembre de 2011

CLAUDE

Le descubrí a través de los cristales de un bar. Llevaba zancadas de medio metro y movía los brazos a discreción, como si fuera un niño pequeño. Llovía a mares. Me dieron unas ganas peligrosas de seguirle, frenarle y asfixiarle con un beso largo. La lluvia le dejó correr de largo en un segundo y desapareció.

Tres días más tarde coincidí con él en la presentación de un libro. El acto se daba en el Museo del Romanticismo, y supersticiosa como soy, pensé que aquello podía ser una señal. Me acerqué a él imitando los andares felinos de las modelos, y poniéndole un dedo sobre la barbilla le dije:

- Me gusta tu barba descuidada.

Contestó algo raro como: “qu'est-ce que tu me dis?”. Y no dejó de acariciarme el dedo. Al terminar la presentación, me agarró la mano y me sacó a la calle abriendo un paso violento entre la gente. Llovía a mares. Nos refugiamos bajo la marquesina del museo.

- Qu'est-ce que tu veux de moi, belle mon? Susurraba muy sexy, todo el tiempo. Y yo, yo no oía más que las gotas contra mis pestañas y el rumor de sus dedos bajo mi jersey. Tras un restregón tan bonito que hacía honor al nombre de nuestro refugio, nos despedimos sin darnos datos para que eso ocurriera de nuevo.

Una vez más el azar me puso frente a él. Coincidimos en un café cercano a la Plaza de las Descalzas. “Ma douce petite fille, qu'une joie recommencer à se voir”. No supe en aquel momento que me decía. No fue necesario comprender sus palabras para besar su boca y su cuello hasta pintarle de rojo la camisa. Se apartó de la gente que le acompañaba y pidió una botella de champán para compartir conmigo. Tan solo cruzábamos risas, caricias y miradas. De vez en cuando alguna palabra incomprensible para el otro, pero dulce siempre. Me arrastró ebria hacia la calle. Llovía a mares. Un taxi nos llevó al Holiday Inn de Manuela Malasaña. Tímida, pedí una habitación. Él me observaba fascinado: “Quoi est-ce que jolies tes mots sonnent”. Por pudor no os contaré lo que ocurrió en aquella habitación del Holiday Inn. No más que la lluvia taconeaba la ventana como una bailaora y él sonreía. Y yo. Por eso repetimos la semana siguiente y la otra, y la otra y la de después. Convertimos esa habitación en un tablao flamenco. Ese que él tanto deseaba conocer.

Le llevé a Alcalá de Henares, a Toledo y al Escorial. “Qu'est-ce qui est ?” Preguntaba siempre y yo contestaba lo que me venía en gana: “El perro de San Roque”. “Un poco de tinta”. “Mañana vuelve”. “Llueve a mares”.

Me dijo que se llamaba Claude y me enamoré. Nos encontrábamos cada tarde en el café de Las Descalzas y de ahí al Holliday Inn.  “Ça va?” “Me quedé sin crema de manos” “As-tu une faim ? “Fumemos maría” “Qu'est-ce que tu veux faire ?” “A mí también me gusta el aire”.

Quise más y más de Claude. Tanto que me matriculé en la Alliance Française para hablar igual que él. Cada día le decía una palabra nueva: “Bon jour” “Qu'est-ce qui te plaît ?” “M'aimes-tu ?”. Así, poco a poco, me iba descubriendo con palabras, frases, párrafos, hasta que en algún momento logré mantener una conversación con él. Y luego otra y otra y otra más.

Ayer se me perdió la mirada a través de los cristales de un bar. Llovía a mares. Había bebido mucho champán cuando le vi pasar, dando zancadas largas y moviendo los brazos a discreción, como si fuera un niño pequeño. Corrí tras él y le atropellé peligrosamente. “Qu'est-ce qui te prend?”. Le susurré acariciando su barbilla con el índice. “Pourquoi ne te présentes-tu pas déjà au café de Las Descalzas? ". Claude me miraba fijamente, con cara de extrañeza. No sabía que le estaba diciendo. Rechazó mi dedo y continuó con sus zancadas de medio metro. Volví al bar de los cristales pisando los charcos y pensando en él. He aprendido su idioma y nos hemos dejado de entender. 

domingo, 30 de octubre de 2011

NO FUIMOS SANTOS

Hoy me han fotografiado haciendo de muerta en una fiesta de Halloween. Bendita yo sobre la cama, ribeteada en risas y caretas, alcohol y crisantemos. No soy una santa, que dios me maldiga. Bienvenido sea pues, el anglicismo.

Me duermo, para ver que se siente en realidad. Me agarro a la almohada y permanezco flotando en ella lo reglamentario. Ocho semanas, ocho meses, ocho años. Más y así descanso. Sueño que Mike Jagger me invita a una raya de coca en su Limousine. Entonces resucito en mala hora y empiezo a pensar que Swedenborg tiene razón. ¡Vaya lío! Sin buscarla, encuentro la respuesta en un poemario que me mueve y me intriga por intuición: “Mick Jagger me grita al oído no siempre puedes conseguir lo que deseas”. Y esa inoportuna afinidad me sirve otro gin tonic. Mike Jagger sabe decirlo como dios manda. Yo no. Lo admiro y lo envidio. Si grito en voz alta se me acusa de baja autoestima. Si me escondo, soberbia: ¡Culpable! Si no hablo de ello, mi condena rompe maligna. Mejor, pinto roja mi sonrisa inocente y de ese modo me doy la razón. Somos gilipollas.

Leo mi diario, una y otra vez, antes de hacerme la muerta. Me destruye el flash y una explosión de carcajadas.  Yo, tumbada en la cama, tan inerte como mi disfraz, como el resto de invitados. Halloween se resuelve en blanco y negro, representando la muerte tal cual es en vida. Alguien me ofrece una copa. Estoy saturada, ya he bebido demasiado. A hurtadillas, abandono la recepción sin despedirme de nadie.

Echo de menos ese viaje que hice a Nápoles antes de nacer después. Ese en el que el tren llegaba de noche. Sin que nadie me esperase. Sin haber reservado habitación.

lunes, 8 de agosto de 2011

TENSANDO EL GEMELO


A veces me siento tan poética como una tarde de viernes,  lectura, step y risas.
La puerta de mi salón por noches, es una pintura. Uno de esos cuadros de mediados del siglo XX en los que alguna morena pretenciosa y lozana, se contornea satisfecha, insinuando el placer de un segundo inútil.
A veces me siento tan poética como una palabra o un desorden de ellas, en un revoltijo de admiración y sorpresa.
En el sofá de mi salón, color esperanza, o algún verde, dicen que un muchacho de mirada negra, abre las ventanas de su garganta y sopla ramalazos de buen amor.
A veces me siento tan poética como ese esfuerzo que deja gotas en la piel y ganas de ducharse. Tan fresca como el agua que riega la espuma de jabón y arrastra el sudor del vamos a ello.
Mi salón y la banda sonora de alguna peli ridícula, en blanco y negro, de las que disparan un saxo que se gira en sexo. De las que son nuestro día o nos gustaría que fuera (más por sexo que por saxo, así somos).
A veces soy muy poética, tanto como mi pie doblado, tensando el gemelo, de ganas, de fuerza. Curvando con ira ese saber que sí.
Me siento poética, hermosa y otras patética vomitando letras sobre mi portátil. Segregando miedos, amor y mancuernas. El dolor lo escupe y la razón lo embellece.
Otras veces me siento enferma como la vida misma.
Enferma como aquellos que están enfermos de estructura y paralelas de cemento que los  enmarcan.
Para-lelos, enuncian las revistas del corazón, los programas de audiencia y las marquesinas del autobús. Para-lelos que se permiten el lujo de emitir juicios sobre titulares de lo imposible.
Mi salón apesta a Zara, a salmorejo infectado y a colorete de Mac.
Mi salón, sin apenas sombras, solo el tenue reflejo de la morena lozana, que ya no es lozana sino anoréxica, porque ellos lo han decidido así, y que interpreta un segundo eterno de oficina y cuentas de pobre jefe, de nadie en nada, solo en ella que le sigue la corriente, porque sabe que no le queda más.
Enferma si consiguen convencerme de que debo ser dos, o tres o prole y me veo en una y me empeño en la falta.
En mi salón un sofá verde, verde, verdeando como una loncha de queso que lleva meses en el frigorífico.
Enferma por rodearme de enfermos, hipócritas y cínicos de mierda. De esos que opinan del “Expansión” y no tienen ni puta idea de lo que cuesta un kilo de zanahorias. De esos enfermos a los que deberían poner en cuarentena porque infectan de analfabetismo cuentista y urbano al resto. Me permito el lujo, porque me da la gana.
Podría decirlo mucho más lúcido, mucho más lúdico. Hacerlo incluso mucho más lírico. Pero me resulta imposible mirarlo de frente, y esculpir a esa tribu de enfermos que solo son capaces de mirar por ráfaga mi impotencia, contagiada de ingenuos deseos paridos de necedad, y no tienen ni puta idea de lo putrefactos que están ellos por dentro.
Pues esto me queda, las claves de mis secretos, de ellas me valgo, poquitas armas. Mandan cojones, no poder gritar. Para qué gritar, si se van a tapar los oídos por miedo. Bendita enfermedad el pánico ¡Qué suerte tienen algunos de que exista!
Enferma siempre que la rabia dirija mis dedos sobre las teclas y más enferma aún por permitir que mis flores, hermosas o no, se hagan tubérculos inevitables. Por no ser capaz de impedir el torrente de mierda que derrocha la pantalla de mi ordenador.

¡Qué guapa se ha puesto la morena de la puerta! La que lee una tarde de viernes sobre el step. Esa a la que sus tripas infectadas le hacen vomitar sobre el teclado de su portátil ramalazos de hostilidad perfecta, que a la razón no le queda otra que embellecer, cuando puede .
La miro envidiosa, es una utopía, me resulta imposible que no se haya contagiado de esta epidemia de sabiduría insensata y vana (qué pequeña y  graciosa resulta esa palabra).
A veces me siento tan poética como una estampa en la puerta de mi salón. Lozana siglo XX sobre un sofá verde quesoesperanza que emana un muchacho con garganta de menta. Consolador ¿Qué vibra?






domingo, 12 de junio de 2011

TE DOY MI MUERTE ENTERA

Cuando la boca sabe a polla y las lágrimas a contorno de ojos, algo indica que estamos teniendo un problema.

- ¿Recuerdas El Horóscopo? – Allí hacíamos video-forums con films del pelo de Y Johnny Cogió su Fusil. Entonces teníamos dieciséis años y éramos pacifistas. Ahora no tengo muy claro que somos.

A veces creo que estoy muerta. Mi madre no me habla, mi amiga Elena tampoco. Los de siempre han desaparecido sin motivo y eso me hace pensar que me he trasladado a otro mundo y todavía no me he dado cuenta. O sí.

Mi aspecto sigue siendo terso a pesar de que, si no he calculado mal, ya tengo cuarenta y tantos años. Mis pechos y mi trasero desafían la gravedad. Me he quedado encajada en un físico disparado hacia el norte. Sin embargo, mi espíritu está carbonizado y huele a humedad. Debí morir hace unos cuantos años, si no me equivoca el ombligo. O lo mismo no me he muerto, dicen que las mujeres a partir de los cuarenta dejamos de existir. Será eso.

Sí,  me he muerto, sino de qué me vienes llamando al teléfono después de más de diez años sin saber de ti. Definitivamente, estoy muerta cuando te escucho decir que tengo a mi alrededor un aura de paz y de buen rollo. Ingenuo serías y mira que no lo creo ¿Diez años? He perdido la noción del tiempo.

- ¿Recuerdas el concierto de Mano Negra? – Entonces nos mirábamos y sonreíamos al escuchar el Mala Vida. La que nosotros nos dábamos. Valientes guerreros estábamos hechos en aquel momento. Si no recuerdo mal, vivíamos nuestros veinte y luchábamos con esperanza por un entorno más fácil. ¿No? ¿Lo recuerdas tú?

Mira, no sé qué me pasó, pero suicidarme no creo que me suicidara. Tiene que producir una impotencia insuperable el quererse apartar de tanta miseria sin saber si se hunde la cabeza en todavía más mierda. No, lo de suicidarme no va conmigo, estoy convencida de que eso es entrar en bucle. Tratar de desafiar los malos tragos es luchar contra un nido de monstruos. No fue eso, estoy segura. Con lo curiosa que yo soy. No fue eso.

Siento que morí sin conocer el amor. Y mira que te empeñas en decirme que sí, que el amor eras tú. Ahora te recuerdo en el guardarropa de alguna discoteca, camarero y comercial después. Luego fuiste guionista y muy apuesto. Años más tarde abogado. Otros periodista en forma de ángel, que trató de llevarme al cielo, creo, pero como soy rebelde de naturaleza, igual terminé en el limbo o vete tú a saber. Ahora eres fotógrafo, vaya consuelo, si fantasma como estoy, no soy capaz de salir en tus fotos.

No sé que fui yo antes, igual cupletista si echo la vista a la trayectoria que relato. En este momento soy administrativa o eso indica el ordenador que tengo pegado a los muslos. Sí, debo estar muerta porque calculo primas que casi nadie paga y tengo a otros contables a mi alrededor que no se mueven, ni dicen nada que no sean números.

Hoy te he visto otra vez. Que no te hago caso, dices, y que tú eres muy sensible. Con lo que yo desconfío de la gente que dice de sí misma que es muy sensible. ¡Ay! No te pega nada. Qué vivos estábamos descarnando a Johnny y escuchando el Mala Vida.

Esta mañana ha venido mi madre a despertarme a la cama. El reloj llevaba un buen rato rebotando las paredes en vano. Eran las ocho o las nueve, no sé, he perdido la noción del tiempo. He salido corriendo hacia la ducha. La he escuchado gritar por el camino, a mi madre, digo. Me he asomado por el arco que separa el salón de mi dormitorio. Yo también he gritado, alaridos sordos. Ni mi madre, ni los vecinos se han inmutado, tanto jaleo que estaban armando. Mi cuerpo y el tuyo sangrando en la cama y Elena apoyada sobre la pared con los ojos rojos, respirando como si no hubiese aire en el mundo, cuchillo en mano. Otra vez nos mata el amor. Mira que eres cansino.

La boca de Elena huele a polla, la mía ya no huele a nada.

Te agradecería que en la próxima fueras cirujano estético. Me han salido unas arruguitas que estorban mis labios. ¡Ah! Y tengo entradas para ver a La Familia Atávica. Mano Negra ya no existe (pasaron a mejor vida). Y qué quieres que te diga, pasando del Johnny que a ti y a mí ya nos da lo mismo ese rollo guerra-paz, ese luchar por nuestros principios y un mundo más agradable. Y sé más sutil en la siguiente, que me gusta ser la única víctima.

Estoy muerta, cada vez lo tengo más claro. No me habla nadie, apenas tú de vez en cuando, para recordarme que ni por esas soy libre. Pero no se está tan mal aquí. Por no saber, no hay nada que sepa.


miércoles, 18 de mayo de 2011

MALDITO BAR!

Volviéndome muy loca diré que quiere contarme cosas.

Desde el primer momento lo sentí escondido entre los ladrillos. Algo hay. Está en el cuarto de baño de los chicos, siento un latigazo cuando voy a apagar la luz. En el de nosotras me encuentro como siempre, por eso deduzco que es un hombre. Quizá sea el mismo Baudelaire, tanto invocarle. No. Hoy se ha cagado delante de la barra pequeña, un poeta nunca haría eso, sin embargo, es el cuarto de baño de los chicos lo que me produce escalofríos ¿Y si le pasa a él lo mismo y por eso elige la barra? No creo. Si me conmueve el cuarto de baño de ellos, se entiende que es porque está él. O no. Vaya lío.

Me llama. Estoy segura de que cuando enciende las luces de las bóvedas es porque quiere que vaya, pero no hago caso, me da un poco de miedo y si voy no le doy tiempo a decirme nada, corro escaleras arriba para volver al ruido. Lo que no tengo muy claro es porque las apaga y menos claro porque hace oscura la cueva del fondo, la del espejo, sin que yo le de al interruptor. En esa cueva solo se ve un reflejo, pero no me atrevo a acercarme.

Me fascina cerrar el local. Llegan las dos de la madrugada y pliego las puertas. Entonces recorro todo el espacio apagando luces, como si me guiase una cámara de vídeo.

Hace tiempo que monté este bar y ya he olvidado como llegué a él. Sé que se llama La Louchette porque lo pone en un rótulo, a la entrada. La Louchette fue la amante de ese poeta del que dudo si se ha cagado en la barra pequeña, la de abajo. Ahora tampoco recuerdo porque elegí ese nombre. Igual porque en algún momento dejó de gustarme que solo las heroínas dieran vida a los sitios y decidí darle paso a esta putilla judía y calva que fue, al tiempo, la inspiración y la perdición del poeta (¿se habrá cagado en la barra por eso?). No sé, mi bar se llama La Louchette y a mí me gusta.

Hoy he abierto más alegre que de costumbre. Me encanta tirar de las contraventanas y que el espacio se llene de luz. He elegido a Tom Waits como reclamo para repoblar los taburetes y ha dado resultado. He bajado al sótano y otra de tantas veces, las bóvedas estaban encendidas. Al reponer el papel higiénico, he sentido fuerte la presencia en el baño de los chicos. En el de las chicas no, siempre es así. Sé que quiere decirme algo y esta vez he decidido quedarme y esperar bajo la luz tenue que nunca enciendo. Las bóvedas se han apagado. El espacio se ha hecho negro. Solo el reflejo de la cueva del fondo ha iluminado la estancia.

He corrido hacia Tom Waits para refugiarme en el jaleo. Se han disparado las aceitunas por toda la barra sin parar de pensar y he vuelto abajo. Tenía que hacerlo. Las bóvedas estaban encendidas otra vez, como siempre que quiere contarme. “Nunca le dejo que diga, vamos a ver que quiere”. Me he acercado a la cueva del fondo, a la oscura y, con cierto reparo, he mirado en el espejo. La pared de piedra se ha inundado de alaridos, mi cuerpo tendido e inerte se reflejaba en el rojo abovedado. He intentado cambiar la imagen. No. Era yo. Mis ojos redondos solo han sido capaces de enfocar aquel cuerpo muerto, tan cerca de la manos agitadas de terror, reconociendo vida, al margen de ese cadáver tan mío. Me he mirado desde fuera sin parar de gritar. Tom Waits me ha tapado la boca. Olía a mierda en la barra pequeña.

Ahora sé que mi espíritu está enganchado en los ladrillos. Cada día repongo el papel higiénico en los cuartos de baño. Ahí ha empezado la discusión, en el baño de los chicos. He salido disparada hacia las bóvedas. Él ha corrido tras de mí para explicarme, nos hemos chillado en la barra pequeña. “Maldito poeta!”, Le he gritado y él ha asentido, pero como casi todos, en mitad del poema, se ha cagado de miedo.


lunes, 7 de marzo de 2011

LAS VUELTAS

- ¿La última copa?

Escucho a lo lejos y en nebulosa. Me giro, le veo y mi corazón empieza a saltar tan rápido que casi le toca las rayas de la camisa.

Accedo a su petición, a pesar de que ya me siento suficientemente borracha. Mi cabeza centrifuga recuerdos y un pensamiento exacto se clava en sus ojos.  Se ha convertido en un viejo. Su corte de pelo ralo y blanco, la mirada muerta y esa mueca en unos labios casi inexistentes, me producen nauseas. Me recuerda al protagonista de una película canadiense, Las invasiones bárbaras, en la que un anciano espera ansioso y cansado la muerte.

- Te aburres – Confirma después de tenerme un rato sentada frente a él sin decir nada. Su voz rugosa se encamina hacia mi cerebro como un cuchillo de sierra – No ¡Qué va! – Procuro sonar alegre - Lo siento, andaba despistada. - Echo la mano a la barra buscando algo que no existe y continuo perdida - ¡Venga! – Grito por encima de los bafles- Sea esa última copa por el reencuentro – el ansia de embriaguez y otras sensaciones, me obligan a complacerle. Me tumbo en algún renglón del pasado.

- ¿Te aburres? – Solía decir. Palabras de seda acariciando mi vientre hace un millón de años. Entonces su pelo era negro, su mirada estirada y firme y sus labios dominaban mi existencia.

El camarero ha roto un vaso al tratar de retirarlo de la barra y me ha devuelto al presente, a la banqueta iluminada por una bola de plata, a la música de De Phazz que no deja de sonar nunca y a su piel comprimida de arrugas. Agradezco que se hayan abortado los recuerdos, me estaba poniendo nerviosa y amarga.

Se mueve torpe, no tiene prisa. Estornuda y se suena violentamente los mocos.  Limpia los restos con la palma de la mano. Ya no le importa si le observo, ya no le importa quién le mira. Se dirige amable al camarero y le pide un Cacique con Coca Cola y un Gin Fizz. Por fin ha aprendido que las buenas maneras gobiernan el mundo. Apoya la mano sobre mi pierna y siento un escalofrío. Parece no darse cuenta del cambio eléctrico que marca nuestros tiempos. - ¿Recuerdas...? - Se esfuerza por captar mi atención. Empeña sus palabras al pasado, con el propósito de que le escuche, de que le sienta y de devolverme a aquél tiempo, en que fui serpiente bailando notas de flauta.

El trago rápido de ron me lleva a un fotograma en blanco y negro aún latente. Los besos horneados de gritos y lamentos en otro tiempo, contra el reflejo sereno y canoso de sus gafas. Besa dulce mi mejilla con los labios arrugados: “¡Te he necesitado tanto!” Mi cuerpo se endurece al susurro. Se tambalea. Estoy borracha. No escucho. No escucho.

Una bofetada me devuelve de golpe a la cama, a su cuerpo perdido en mi tristeza y a su pelo moreno entre mis dedos. Gritos, dolor, horror. Entonces abusaba de su fuerza. Entonces me hacía pequeña con los puños, con otras armas: “¡Te he necesitado tanto!”. Sus manos, ahora trémulas acarician con precaución el rasgar de mis vaqueros. Mi mirada enfoca como una noria su boca deforme y grisácea.
  
Asco. Se mezcla el asco de un tiempo y otro. Quince años ondeados de asco y hoy me reencuentro con él en la barra de este bar ¿Por qué? ¿Quién ha querido ponernos otra vez en el mismo camino? Me agobio. Comienzo a odiarle. Él se empeña en recordarme que un día fue Alain Delon en mi Tren llamado deseo, hipnotizando mis horas. Y yo que no puedo dejar de mirarle, veo al viejo terminal de Las invasiones bárbaras. Aunque, algunos clichés me abofetean la cara en vaqueros y con una camiseta blanca marcando los bíceps sobre mi estómago.

Me estoy llenando de ira. Suelto el aire y el camarero me mira despistado, sonrío como si mi idea estuviera en blanco. También le sonrío a él, al Marlon Brando decrépito. Le agarro  la mano y le arranco del taburete con toda la sensualidad que soy capaz de recordarle. Me lo llevo, muy discreta, al cuarto de baño. Impido con mi boca que diga nada. Le siento en la taza del water sin dejar de besarle. Deslizo mis manos de su cuello a la bragueta, apretando con asco los labios. Bajo la cabeza con los ojos cerrados. Extraigo un hongo arrugado de su pantalón y comienza mi empeño por hacerlo más grande. Le escucho gemir y se escapa una arcada. No pasa nada. Desvío mi pensamiento. Continúa mi trabajo. El pequeño habitáculo en el que existimos mezcla los recuerdos con el olor a orín y a amoníaco. La marca de sus dedos en mi cuello. La quemadura de su cinturón en mis riñones. Eso fue entonces, ahora es un viejo. Trato de convencerme y no soy capaz. Succiono con fuerza y a horcajadas me siento sobre sus muslos rozando con mis nalgas el tergal de su pantalón. Retira mis bragas y le cabalgo con ganas. Le escucho gemir, le escucho gemir, le escucho gemir. Silencio.

El bar se llena de curiosos y fotógrafos. Preparan una carpa fuera. La policía me interroga. Yo no sé nada, hacía años que no le veía, le encontré de casualidad. Me vuelvo a casa despistada.

- La última copa, decías, ¿no? – Sonrío mientras me desmaquillo.




domingo, 6 de marzo de 2011

¿POR QUÉ ESCRIBO?

¿Qué por qué escribo? Porque salgo de mí y me enfrento cara a cara con la desconocida que soy. Y me rebato, y me discuto y me llevo la contraria o me doy la razón. Porque me siento frente a mí  y me hablo y me escucho y me quiero y me enfado conmigo, y así sonrío. Porque si escribo me leo, me veo, y me entiendo, y otras veces no. Cuando escribo me busco y si me leo, me encuentro y si me empeño, me pierdo.
¿Qué por qué escribo? Porque es la manera de sentir de pleno el agua congelada que paraliza mi engaño. Porque de este modo aclaro tus miedos, o los suyos y los de aquel. Porque así me doy cuenta de lo que eres y consigo quererte. Porque aprendo lo que soy y me siento acompañada. Porque hago jeroglíficos de mis secretos, me doy pistas y solo así consigo resolverme.
Escribo porque me lleno de palabras, me sobran dentro y por algún agujero se escapan. Escribo porque quiero que sepas que percibo tu escalofrío, porque no soy indiferente a tu quiero y no puedo, por si acaso no comprendes lo que me hace estremecer. Porque me gusta darlo y que se sepa. Porque estoy aquí y estoy ahí, muy dentro y todo ese dentro, muy fuera.
Escribo para no pensar mientras pienso como lo debo decir. Escribo porque siempre hay algo que decir y necesito pararme  a pensar el qué. Y así paro y también pienso y si pienso vivo.
Escribo porque me gustan las palabras y salir de mí y verme de frente y poder tocar mis intenciones o mis ganas perezosas.
Escribo y así me lloro y después me consuelo. Escribo para sentirme, para saberme.
Pero a veces, no escribo.

martes, 1 de marzo de 2011

POEMA DE AMOR EN PM

Amo mi pijama
Amo a mi moreno
Amo mis mañanas de menciones y almohada
Amo las mentiras que me mantienen mientras
Amo los monstruos que impiden el camino
Porque me motivan y me murmuran mirando
Amo los muros que me desmontan
y las miras a las que aspiro
Puedo pensarlas

Amo las paredes que me imponen poemas
Poesía, pacto de palabras
Pase lo que pase no pierdo la apuesta
Sigo sabiendo ser
Sé que es y está maullando
en mi mano mojada
Sin mencionarlo, prescindiendo
sin que supongas
Amo, pese a todo, ese muro
Que mando partir
Y por partes:

Amo mi pijama,
Miro a mi moreno
Mando matar la puerta pesada
Me invento en la almohada
Y mira pues
Me pongo a pensar y me pasa

Que te amo.


domingo, 20 de febrero de 2011

EL CAVA

Ya está aquí otra vez
Seduciéndome con sus ojos dorados
Erupción efervescente de transparencias
Me explota en el paladar
¿Qué me dice? No le escucho. Solo le imagino.
¡Que no! Le digo yo
Mirándole de reojo
Tímida y coqueta, a ver si insiste
Me guiña una burbuja y chasca los dedos
Ya está pegado a mis labios
Solo un poquito. Solo probarlo
-¡Facilona!
Con esa palabra moja mis dientes
Y estampa mi voluntad
 ¡Casi había olvidado su sabor a madera chirriante!
Soy irresistible a sus cosquillas
Quiero ir despacio
Casi antes de besarme la nuez
Mi escote se ha ruborizado
Lo enfrío con el negro vidrio de humo
Lo está notando. Le miro, sonrío
Con esa risilla floja
Con esa cara de tonta que se me pone
Ya escucho otra vez su chorro
(Qué calor me está entrando)
Ahora no puedo separarlo de mis labios
Me quema la lengua y el cuerpo entero
Me mareo. Sigue, insiste. Rompo, renazco
Nazco mojada de él
Se ha vertido sobre mis azules
Ya está
Como siempre, su fusta impone
He perdido  el criterio y el control
Me arrugo secando sus gotas
Lo engaño
Me gusta rendirme
Sentir su pesada vanidad sobre mi ombligo
Intento hablar
Le hago una perdida a mi razón
Me pierdo
Balbuceo alguna palabra rara
Sin tiempo ni gloria
A pesar de eso me escucha
Me contempla sonriendo
Con su pérfida picardía
La de siempre, la de otras veces
Mi imagen ya es patética
Me ha revuelto el pelo
¡Parezco una loca!
Y el tirante de mi blusa se ha perdido por debajo del hombro
No solo para él se adivinan mis pechos
¡Será cabronazo!
Se confabula con todos. Con ese de ahí
Con los otros y con aquel
Que parece que no mira
Antes no nos veían
Ahora estamos frente a un olimpo de ojos
Lo enfoco bizqueando
Pido más
Pido más
Lo imploro con las pestañas mezcladas
Entre líquido, rimel y sueño
De nuevo chocando el páncreas contra mis bragas
Qué solo huelen a él
Anestesiadas ya, desganadas
- ¡Acaba!  No quiero más.  ¡Me sobras!
Ahora me da asco
Se escapa una nausea
Lo dejo , voy al baño
Me enfrento a esa,  a su reflejo
La que mira de reojo
¡Qué furcia, qué rara!
La cabeza colgando sobre los pechos
Antes rojos, ahora pálidos
Lo vomita mi piel
Caigo en sus ebrios latigazos
 Y sobre ellos me devuelve a la cama
De nuevo a la rutina besándome la frente
Ahí está. Recostado en mi nuca
Es el más mezquino de los amantes
El seductor, el mentiroso
El embriagador, le dicen
¡Cómo si no me supiera!
Me despista con sus bofetadas de sueños dulces,
otros revueltos de ganas y no
Desaparece
A hurtadillas abandona el dormitorio
Sin dejar más rastro
Que un fuerte dolor de cabeza.