viernes, 24 de diciembre de 2010

DOSMILCIECEANDO Y CON EL MAZO DANDO

Bye, bye verde cruel y corte de manga a la máquina de fichar. Pedro y esa manía de no mirar más allá de mis vanas sospechas. El pececillo que infla un globo de ilusiones y explota en locales para construir arte. Un sueño. El fantasma de la Louchette que aparece en forma de conejo y me convierte en Alicia en el país de los mil papeles. El hilo que separa la vida del asfalto, tan frágil y tan duro. Las lentejas que siempre quiero compartir con Ramón para que se fume un cigarro imaginario. Ernesto, Elisa, Juan, Ruth, Jose y el Marqués de Sade. Los viernes más eróticos de nachos hasta la madrugada. Don Rafael de Riego y sus notas a una república que pudo ser y no fue. El viejo amante del pasado que nunca dejó de estar presente. Los Caños de Meca y no vestirse nunca. Las tardes de gin tonic rodeada de osos con mi pareja favorita. Sorpresa de cuarenta y la alegría que trajeron las lágrimas temblonas de Carmen. Paz de cine y playa de Aitor sin Aitor. Mis papis y los eternos paseos tabernícolas por la orilla de los naranjos. Treinta amigos de sofá y cuarenta y dos verdades. La virgen alegre con sombrero de ala que se afinca a mi derecha y el tiempo no pasa. Una espátula con chándal de yonki. Un guiño de ojo al entrar al baño. Y tú.

jueves, 16 de diciembre de 2010

DIAPOSITIVA EN 3D

Dicen aquellos que en un instante se dan con la muerte de bruces y consiguen eludirla, que en décimas de segundo ven pasar su vida entera en fotogramas.

La luz, que atravesaba rabiosa la ventana de mi dormitorio, me sorprendió sudando, tendida sobre la cama, desnuda, casi inerte. Despegué los ojos legañosos, apenas fui capaz de alargar el brazo a la mesilla y agarrar la botella de agua, con la que empapé mi boca, mi pecho y las sábanas. La noche anterior me había dejado una resaca insaciable. Ni ganas, ni fuerzas para arrancar de la cama.

Comencé a acariciarme, era tal la sensación de asco que quise mezclarla con el placer. Se escuchaban gemidos al otro lado de la pared, me dejé llevar y me situaron sobre ti, balanceando mis caderas ansiosa por verte desfallecer, mis labios sobre tu frente y las manos rodeándote con suavidad el cuello. El timbrazo del teléfono me devolvió a mi cuerpo muerto, a las sábanas mojadas y a mi dormitorio desbordado de gemidos lejanos. No contesté la llamada, no me interesaba lo que pudiera suceder más allá de las cuatro paredes que limitaban mi dormitorio.

Continué mi tarea, esta vez con mayor intensidad. Millones de recuerdos se iban proyectando sobre mi cabeza a modo de diapositivas. Tu lengua acariciando la planta de mis pies detuvo la película, como si hubiesen activado el pause. Había alguien más en esa escena, sentía su calor sin ser capaz de verle. Tú lamías despacito mis dedos, mis tobillos, yo te aprisionaba entre mi puño sintiendo otra lengua que desgarraba mi pubis, esa lengua extraña. El cabecero de la cama chocó con fuerza contra la pared, me despistó el ruido y continuó la proyección.

De nuevo tú, esta vez ahogando mi garganta y la misma lengua desgarradora que comencé a sentir familiar. Interferencias en la pantalla rebobinaron la proyección situándome en la infancia, cerré los ojos fuerte intentando borrar esas imágenes que rasgaban mi piel hasta hacerla sangrar. Frené de golpe, no fui capaz de soportar la mezcla de la inocencia con aquellas estampas. Respiré hondo, traté de calmarme y continué mi trabajo.

La siguiente diapositiva me llegó más nítida que las anteriores, el escenario era claramente el mismo que yo vivía en aquel momento. Mis cuatro paredes, el cabecero roto y separado de la cama y una botella de agua sobre la mesilla de noche. Por fin la cara del desconocido y bofetadas de realidad que me hicieron temblar, se paralizó su lengua traviesa, aparté con ira su sombra. Las diapositivas comenzaron a recorrer mi cabeza a cuarenta y cinco revoluciones. Mi infancia, la familia, mi odioso trabajo, tus recuerdos, mi vida y la muerte. Perdí el sentido durante unos instantes, mi brazo se desplazó fláccido hacia la mesilla de noche y los cristales de la botella de agua contra el suelo me devolvieron a la vida.

Me froté los ojos con los restos de agua que habían quedado sobre la mesilla y comenzaron a despertar mis sentidos. Olor a güisqui y a sexo, tres cuerpos revueltos entre sábanas sudadas. Volví a mis caricias y la pantalla continuó proyectando imágenes, esta vez las sentía recientes, mucho más cercanas. Mi cuerpo invadido por cuatro manos, penetrado por dos falos y la misma mirada en uno y otro, separada por el tiempo, los mismos ojos para los dos, pero unos llenos de vida y los otros viejos y ausentes, ansiosos por dar muerte a tanta vida. La diapositiva rebotó en mi cabeza como un puñetazo, tu hijo y tú ¿No pudiste soportarlo? Malditas fantasías imposibles en la realidad, no conseguiste que el güisqui te llevara a engaño. No, no pudiste soportarlo.

De nuevo el teléfono me hizo sentir el cuerpo dolorido y amoratado. No contesté la llamada. Olor a muerte. Timbrazos impertinentes. Gemidos al otro lado. Mis dedos insistentes y un alarido ahogado que rebotó sobre las cuatro paredes. Al fin ese placer traído de la mano del asco.

Una última diapositiva, tu cuerpo inerte a los pies de la cama. El teléfono chillando una vez más, volcando esa imagen en tres dimensiones, mi cuerpo tenso y desorbitado y un hilillo de voz contestando: “Defensa propia”. Final de la proyección.

QUE NO TE PILLE DESPREVENIDA

Yo, acostumbrada a viajar en primavera, confundí el camino y casi sin darme cuenta, iba por la nieve, creo, solo recuerdo que comencé a sentir frío y me subí en un carro arrastrado por caballos. Un par de alas sentadas viajaban a mi lado. Fijé la mirada en una raya que perdía el norte y los restos. La luz, difuminada y ciega era ya sólo un punto; moría. Antipática y tacaña me parecía que se acababa. La tierra se había salido de la órbita sin avisar y de sorpresa. Nos alejábamos más y más del sol. Frío, temor. Pensé cuando tuve tiempo de hacerlo: es la vida que se acaba, muero sin despedirme de tanto. Busqué mi primavera, ni una flor en medio del blanco congelado. Agujero negro, ya no más. Ya no siento, ni pienso, no existo. Se acabó el calor de mi tiempo, se acabó.

Cuando desperté, entre blancos y negros, mi cuerpo estaba helado. Pero hallé colores de consuelo, alegría en mitad del invierno y una estufa de mucho calor. Ojos de luz grisácea. Aquello era el cielo, mi alma y mi carne en la gloria ¿Qué cómo lo supe? Porque un piadoso de alas enormes y aire de Ícaro cuidaba mi cadáver. Le guiñé un ojo y sonreí picarona. Recordé que aquella misma mañana me había depilado.



miércoles, 15 de diciembre de 2010

INOPORTUNA DUALIDAD

¡Menudo lío tengo!

Cada mañana me despiertan unas apetencias sexuales diferentes. Algunas me seducen las rubias y otras, sin embargo, me decanto por los barbudos de camisa de cuadros. Hasta ahora llevaba un orden y un criterio, pero me he descontrolado. No entiendo por qué en el mismo día, incluso en el mismo momento, se me cambian los instintos.

Hace algunos viernes me llamó Elisa, el elemento femenino de mi vida. Había quedado con unas amigas comunes y quería verme. Apresurada me enfundé en los vaqueros rajados, tiré de mis Converse y de esa sudadera con capucha, estilo americano que tanto le mola. Disimulé mi melena en un moño engominado y me disparé hacia El Escape. Elisa me esperaba sonriente con Olga y Pamela. Besé sus labios y le agarré con seguridad la mano. Olga insistía en mostrarnos su último guión pero a nosotras nos interesaba muy poco, Elisa y yo andábamos perdidas entre gestos e intenciones.

De Chueca a Malasaña sentí que me iba transformando. Al entrar en el Angie, un olor familiar desató el cordón que me reliaba el pelo y los rizos aprisionados golpearon mis hombros atrayendo miradas. Carlos me observaba detrás de la barra y empecé a sentir calor. Casi me raspé la cara deshaciéndome de la sudadera. Elisa me miraba desconcertada. No soporta sentirme más femenina que ella y para mí resultaba inevitable empitonar mis pechos hacia el espacio.

- ¿Se puede saber que estás haciendo? Me preguntó con una mueca nada simpática.

- Tengo calor, eso es todo. Malamente salí del paso, la puerta del local estaba abierta y entraba un frío insoportable.

- ¿Le cambiaríais el final, entonces? Traté de desviar la conversación hacia el guión de Olga.

Carlos no apartaba los ojos del dibujo asimétrico de mi camiseta empitonada y empecé a desear que me invitara al reservado, como tantas veces. Elisa y Pamela discutían sobre el final del guión, mientras mi cabeza estaba a cuatro patas sobre el barril de cerveza, mi pelo tirante en la mano de Carlos y mi cuerpo electrizado de embestidas.

- ¿Y a ti que te parece? Las palabras de Pamela me devolvieron al suelo.

- ¿Cómo? No os oigo bien con la música. ¿Qué decíais? ¿Qué me parece qué?

_ ¡El final del guión de Olga! ¡Se puede saber en qué estás pensando! Pamela y Elisa me gritaban al tiempo.

Comencé a marearme. ¿Qué me estaba ocurriendo? Antes no me sucedía así. O era, o era. Pero ¿Ser al mismo tiempo? O mejor, ser y cambiar en el mismo momento. Eso era nuevo para mí. No había contado con ello.

Lo peor. Elisa empezó a mostrarse cariñosa conmigo. Primero un beso torpe que no supe corresponder como merecía, eso debió incrementar su deseo y me empujó contra la columna que divide el local. Caricias. “No, por favor”.  Mi único pensamiento. Me dio asco sentir sus pechos sobre los míos. Inexplicable. En otras ocasiones he muerto por besarlos. La mirada de Carlos me imponía un veredicto inapropiado al momento. Me libré de los labios de mi dulce Elisa y separé sus pechos suavemente con la palma de la mano.

- Yo le cambiaría el final al guión de Olga - Intenté salir del paso - No sé, creo que en algún momento, pierde la intensidad del principio. ¿Quieres otra copa? - Le dije sin mirarle a los ojos, aproximándome a la barra y dejándome llevar por mi instinto de hembra que responde a la llamada del macho.

Elisa observaba con desprecio mis devaneos con Carlos. No tengo muy claro si lo que sintió en ese momento fueron celos, o asco por mi exagerada feminidad. Me sentí culpable, o no. “Me llamo Sandra, soy una mujer y deseo el falo del personaje que tengo enfrente”. Intenté que ese pensamiento me consolara. He deseado a Carlos otras veces. He deseado a otros hombres, en circunstancias diferentes, sin tener que plantearme nada, pero en ese momento sentí que debía excusarme. Había salido de casa en la modalidad opuesta. Le miré temblando los labios. Soltó el trapo con el que andaba limpiando la barra y agarró mi nuca atrayéndome hacia su boca. Le correspondí gustosa, cruzando de vez en cuando, mi mirada con los ojos desorbitados de Elisa. “Me llamo Sandra, soy una mujer…”.

Olga y Pamela se confabularon con la sorprendida. Las tres recogieron sus abrigos y sin pagar se esfumaron del local. Carlos echó el cierre y me abrazó seductor. Escalofríos y no precisamente de deseo. Me recogí el pelo, me puse la sudadera ¡Qué pereza solo pensar en la penetración deforme de un pene! Me cambió el gesto. Comencé a sentirme tan masculina como él ¡Qué rabia! No. Inevitable. Le agradecí que fuese más comprensivo que mi apasionada fémina. Me besó la mejilla y me dejó marchar a casa con un suspiro desganado.

Esta transformación se ha convertido en rutina. Ya no sé como vestirme. A veces me suelto la melena y tiro de escote y minifalda, pero, cuando menos lo espero, me apetecen unos pechos más prominentes que los míos. Otras salgo de vaqueros, gestos descastados y me encapricho de lo mismo que pinto. No soy capaz de ordenarme. Tengo ganas de sexo y no coincido con mis apetencias.

Hace unos días, desesperada, llamé a Olga por teléfono e intenté explicarle mi problema. No se tomó demasiado en serio lo que me está ocurriendo, pero por ahí pilló una idea fantástica para el final de su guión. Extrasexual se vuelve asexuada sin remedio. Ha conseguido que lo lleven al cine.

lunes, 6 de diciembre de 2010

RECUERDOS DE VERANO

Recuerdo tus manos ágiles lanzando aquella camiseta blanca a la cama y dejando una ráfaga en el aire de sudor, cerveza y rabia.

Las ventanas abiertas, el muro de ladrillos que impedía el cielo, emisoras de radio entremezcladas y un enérgico batir de huevos que moría en el repiqueteo de una sartén. Afuera voces, dentro el silencio.

Mi cuerpo cansado se recostaba sobre el cabecero de madera vieja, la puerta del armario abierta y tu imagen reflejada en el espejo, tú de frente y tú de perfil. Me hacía sonreír “¿Cuál de ellos eres?” Imaginaba silenciosa “¿El que me mira o el ausente?” Te acercabas lento y desaparecía el reflejo.

Tú en tu mano y yo sola. Me gustaba excitarme solo mirándote. Te miraba. Miraba tu sombra hasta que la noche borraba tu imagen.

Dentro el tic-tac de un reloj y nuestra respiración ansiosa, fuera el silencio. De pronto tus dedos, tu lengua, tu temor y de nuevo tu sombra. Sentía tus ganas yendo y viniendo sobre las mías y encendía una vela para mirarnos en la pared, como si fuéramos otros.

Tú en mi boca y yo contigo. Las sábanas temblando y nuestros cuerpos también. Mis manos se entretenían sobre el tuyo, las tuyas buscaban la razón.

Yo en tu boca y en el cielo. Se intensificaban las sombras, comenzaba a clarear el muro. Cascadas de agua entre tus dientes y un bolero lejano que arañaba el silencio.

Gotas de sudor golpeando mi frente, como un grifo mal cerrado, gemidos histéricos, carne entre los dedos, olor a café. Los rayos de sol profanado el dormitorio. Tú de frente y tú y yo de perfil, tú en mi boca. Los ojos cegados, cerrados. Tú quemando mi garganta.

LAS AFICIONES SEXUALES DEL SEÑOR TIEMPO

Se me ha caído el tiempo desde una baldosa de la cocina. He corrido a sujetarlo mientras se escurría por los azulejos, pero ha resbalado entre mis dedos. Se ha estampado contra el suelo y no soy capaz de arrancarlo. He probado con la espátula con la que raspo la grasa de la vitro, no hay forma. Pegado. Está pegado en una loseta del suelo. Le clavo las uñas, le clavo el tenedor. Ni se inmuta.

Se descompone, se vuelve verde. No se levanta ni un poquito. Lo disuelvo con amoniaco. Es peor, se hace viscoso, me adhiere la planta de las manos. Me absorbe.

Se ha tragado mis dedos. Tiro. Me empuja hacia dentro. ¡Me estoy poniendo nerviosa! Ya tengo enterradas las muñecas.

Pataleo. El tiempo empuja con fuerza. Grito, lloro, me paro a pensar. Ya no noto la presión, me ha dado una tregua. Me calmo, intento buscar la manera de sacar los brazos de las losetas. Respiro profundo, el tiempo sigue paralizado. No encuentro solución, me angustio de nuevo y de un golpe, tira hacia abajo de mí hasta que pego la barbilla contra el suelo. Pido socorro.

Se abre la puerta de la cocina. No espero a nadie. ¿Quién está ahí?

Me tiembla el cuerpo entero, los brazos no, no los siento. Escucho pasos, no soy capaz de girar la cabeza hacia la puerta. Goterones congelados recorren mi frente. Mis pensamientos se han paralizado, el tiempo también. Se hace el silencio.

Me crispo de rabia y la loseta tira una vez más. Hunde mi boca y la nariz. ¡Ahora ni siquiera puedo gritar! Ya no siento tirones pero los pasos avanzan hacia mí.

No puedo girarme. Mis brazos y media cara están enterrados en el suelo. Me sujeto con fuerza sobre las puntas de los pies. Los pasos se han detenido tras mis piernas alzadas. La respiración se me acelera a la velocidad de una noria. Siento el frío de unas palmas rugosas sobre mi espalda. La saliva se cristaliza en mi garganta. Estoy inmóvil. La mismas manos heladas se deslizan por mi cintura. Dedos como hielos dibujan mis nalgas. No soy capaz de adivinar a quién tengo detrás modelando en mi carne figuras asimétricas. ¿Será el tiempo? Es el tiempo.

Desliza suavemente mi pantalón del pijama hasta las rodillas y de un tirón me arranca las bragas. La cocina se inunda de alaridos, el muy capullo ha asestado sus treinta centímetros de verga contra mi ano. ¿Y ahora qué? Me guiña un ojo sonriente, agitando a modo de adiós los cinco dedos, mientras se confunde con las baldosas de la cocina.

Holgadas las losetas consigo sacar los brazos, la barbilla, la nariz. Me incorporo. Me subo los pantalones y me limpio el sudor con el paño que cuelga de la percha en forma de pera.

Suspiro. ¡Ya está el tiempo dando por culo!

LA AVIONETA

Mi piel se freía bajo el sol.

Derramada sobre un pareo de colores, se proyectaban en mi cerebro movimientos sofocantes que empujaban mis nalgas. La vista perdida en el cielo, se centró en una de esas avionetas de las que cuelga una tela ilegible, que termina por lanzar balones de Nivea y los bañistas persiguen como las hormigas una migaja de pan.

La última embestida me hizo susurrar profundo y mi mano se introdujo, por inercia, en la curva que desvía mi tanga a lo más fino. Solté el aire como quien pincha un globo y desvié la atención hacia un señor, que con una nevera colgada al cuello, enumeraba en tono gangoso, la esperanza congelada de mi boca y de mis pensamientos.

- ¡Eh! ¡aquí! Le grité levantando el dedo que momentos antes había sido testigo de mi excitación. Se acercó intimidado. Un índice y dos pulgares en top-less, redondos e impacientes, le señalaban.

- Dame una cerveza. Le pedí en tono firme enarcando los hombros y sin dejar de disparar mis pechos contra la nevera, donde introdujo su mano temblorosa para extraer mis deseos.

- ¿Cuánto? Le pregunté mientras revolvía en la cesta de Versace el bronceador, las gafas de sol y la parte de arriba de mi bikini, en busca del monedero.

- Invita la casa. Solemne. Con la mirada perdida en mis pezones histéricos soltó la nevera a un lado y se recostó sobre mi pareo. No le sorprendió mi indiferencia.

Solo él contemplaba idiotizado los balones de Nivea. Yo había postrado mi ombligo contra el pareo con el fin de templar mis diablescos fotogramas, que se iban desvaneciendo por el sueño, hasta que su respiración profunda, los despertó de golpe. Mi compañero nevera se estaba excitando. Sonreí maliciosa. Pegué mi culo contra su muslo. Enseguida me llegó la respuesta. Con sutil timidez, cambió el hilo fino de mi tanga por sus gruesos dedos, con los que me recorría toda la hiel hasta frenarse (solo de vez en cuando) en el punto que me despegaba, como una corriente eléctrica, del pareo.

La pareja de al lado nos miraba al tiempo que se susurraban intenciones descaradas al oído. Él con cara de diablo, ella de casta. Adiviné por sus gestos que apostaban si eran capaces. Arqueé el cuerpo hasta alcanzar la parte central de los bastos pantalones del hombre nevera, saqué la lengua, antes incluso de descubrir mis dudas, y me mantuve en esa postura, con los ojos clavados en los ojos de ambos, hasta que el descubrimiento colmó mi boca. No sé cuál de ellos ganó la apuesta. Supongo que el diablo se hizo viejo y convenció a la casta, pero como por arte de magia, ya éramos cuatro en mi pareo.

Ansia. Pretendí en un instante complacer a los tres. El hombre nevera se agitaba nervioso dibujando mi garganta, yo rebuscaba perdida en el bañador floreado del diablo y la mano que me quedaba se dedicó a averiguar impaciente, la perfecta depilación de nuestra fémina casta, al tiempo que descubría con alguna parte libre de mi cuerpo, el tamaño de sus pechos. Nos movíamos torpes. Ninguno de nosotros era capaz de olvidar al resto de bañistas y nuestras miradas se desviaban continuamente haciéndonos perder la atención mojada. El calor fuerte, la tensión y la humedad conseguían que nuestras manos resbalaran de un cuerpo a otro. Se frenaron los gemidos y los seis ojos se clavaron en mí. Me eligieron como vagina de referencia y comencé a sentir todos mis órganos colapsados. El aliento hostil casta-diablo quemaba mi pubis y el hombre nevera había decidido no separase de mis pulgares de mármol.

Fragancias nuevas. Bronceador de coco y un aftersun fuera de lugar desdibujaban mis labios. Más manos. Gente nueva. Mi cuerpo recubierto de manos, sin un poro libre para contemplar la ráfaga ilegible de la avioneta lanzadera. La presión del tacto, el dolor de las lenguas y el vaho agrio de las pieles sudadas me agobiaron. Eché un vistazo a mi alrededor, justo lo que los huecos arqueados de montones de codos me permitieron. La playa solitaria y vacía. Todo el verano y su turismo se había afincado sobre mi pareo.

Toallas y cuerpos apiñados en mis colores. Gritos y alaridos que callaban el sol. La playa vacía y mi tanga junto al cubo negro de la basura.

Como un caracol, lento, lentísimo, agarré mi pareo y repté bajo la masa de carne caliente. Liberada, guiñé un ojo al hombre nevera, que recogió sus bártulos y se sentó junto a mí en la inmensidad de la orilla vacía. Reímos, nos besamos y compartimos una cerveza helada. A nuestra espalda, gemidos trémulos y desgarrados. Le susurré al oído la última embestida culpable del montón de carne. Nuestra felicidad andaba sobrepasando las tablas de surf, cuando un estruendoso relámpago frenó con fuego el mar. La avioneta Nivea se había estrellado contra la masa informe de cuerpos castos, diabólicos, con esencia de bronceador y jugos agrios. La tarde solitaria mezclaba el agua y el sonido de las gaviotas, con el rebote de los balones Nivea sobre la arena vacía.

El hombre nevera embestía mis nalgas mientras yo clavaba la mirada en el cielo.


LA ALPACA

Le guiñé un ojo al espejo. Me ajusté las tiras del tanga y con las chanclas colgando de los dedos, y el pareo anudado al cuello, abandoné el bungalow con la intención de reunirme con Pedro en la playa. Los bañistas lanzaban balones al aire.

El ardor de la arena me hizo tensar los gemelos. Arrojé el pareo al suelo y lo pataleé intentando enfriar los pies. Hecha un burruño me senté sobre él y encendí un cigarrillo. El calor era tan intenso, que emborronaba y hacía líquida la atmósfera. “El color de mi tanga resulta triste”. Pensé mientras me rodeaba de arena pintada de colores redondos, bolsas de flores, fiambreras y latas de cerveza.

Mi piel se teñía de bronceador y fijé la vista en un punto pardo y rizado, que avanzaba frente a mí. Me froté los ojos. Una alpaca de mirada lánguida y brillante se me acercaba. Sonreí. “Debo dejar de fumar maría”. Aún no se había esfumado ese pensamiento, cuando postró sus patas sobre mi cesta de Versace. Sorprendida, acerqué la mano a su lomo para confirmar que era real, ella acarició mis riñones al tiempo. Incliné la cabeza hacia la izquierda, ella también. Comencé a ponerme nerviosa. Imitaba mis muecas y mis gestos. Me incorporé de un brinco tirando del pareo y de la cesta Versace. La pillé desprevenida y cayó sentada sobre la arena. Me creí vencedora por segundos. Salí disparada hacia el chiringuito. Ansiedad. Junto a mi sombra caminaba otra redonda y rugosa.

Me senté en una de las hamacas y pedí una cerveza. Los camareros parecían no percibir su presencia. Permanecía a mi lado, mirándome fijamente, mientras yo hojeaba el Woman intentando aparentar tranquilidad. A la segunda cerveza comencé a irritarme y decidí liarme un porro para aplacar los nervios. Me sumergí en el último artículo de Reyes Salvador y conseguí despistar la atención durante unos minutos. Cuando levanté la vista, eran dos las alpacas que me contemplaban. “Me estoy volviendo loca”, pensé y pedí la tercera cerveza con el fin de recuperar la lucidez. El camarero sirvió la mía y dos más. Las alpacas me guiñaron un ojo, entendí que se habían confabulado con él para irritar mi mañana de playa soleada.

Pedro estaba a punto de llegar. Ya era la una del mediodía, habíamos quedado a las doce, y él acostumbra a llegar una hora tarde, no mucho más. Mi mirada se perdía impaciente por la pasarela del chiringuito cuando por fin le vi aparecer. ¡No! ¡Error! Una tercera alpaca se acoplaba en la mesa sin más que hacer que contemplarme maliciosa. Apreté los puños.

Saturada de cerveza, pedí un vino. El camarero trajo una botella y cuatro copas. Escupí un bufido. Me puse las gafas de sol con el fin de perderlas de vista, pero lejos de eso, conseguí que cuatro alpacas alcanzaran mi punto de mira. Otro porro, otro vino y un suspiro lamentable que nadie parecía percibir.

- ¡Qué queréis de mí!- Les pregunté desesperada.

- ¿Desea algo, señorita? Los camareros habían cambiado el turno, y éste aún no estaba al corriente de mi grotesca compañía.

- No. Hablaba por el móvil en manos libres. O sí, traiga un tinto de verano. “Al menos esta ronda me saldrá barata”. Pensé.

Mi desesperación hizo retumbar la mesa cuando vi al camarero aparecer con seis tintos de verano. “¡Joder! ¡No les ha dado tiempo!”.

Otro porro. Otra alpaca. “Pedro, Pedro, Pedro”. Imploré la presencia de mi chico como nadar en la superficie. Me ajusté las tiras del tanga y lo acaricié recordando el día en que me lo regaló. ¿Que no me gustara el color le hacía retrasarse más de lo habitual?

El alcohol acorta el tiempo de espera y decidí pedirme un mojito. Luego otro y otro y algo más de maría. La situación comenzaba a divertirme y disparé mi imaginación al universo. “La invasión de las alpacas”. Inicié una historia fantástica en mi cerebro. “Miles de alpacas publicitan en el Woman tangas diminutos de colores insólitos” y en medio de esa invasión, mi cabeza se golpeó contra la mesa. La baba me recorría la barbilla, mi frente se deshacía en sudor y por fin, Pedro. Sólo alpacas a mi alrededor. Ni camareros, ni bañistas jugando a lanzarse el balón. Pedro, montones de alpacas y yo.

Me agarré de su cuello, besuqueándole las mejillas y los labios con ansia.

- ¡Mira! ¡Mira Pedro! ¡Te esperaba y se me acercó una y después otra y mira ahora..! Pedro no me escuchaba, no me sentía ¡No me veía!

-¿Qué hay una humana en la playa?¿Con un tanga como el vuestro pero de un color lúgubre? Eso es imposible. Las humanas sólo sobreviven en Los Andes y visten tangas de lana. ¡Vamos al bungalow, chicas! ¿No os parece que por hoy ya habéis fumado y bebido suficiente?

HARUKI

Bajé los cinco pisos entusiasmada.

Abrí la puerta del coche, lancé mi mochila al asiento de atrás, le besé la mejilla y me ajusté el cinturón de seguridad. Haruki llevaba unas Ray-Ban Aviator, vaqueros viejos y una bandeja de sushi entre las piernas. Alargó el brazo sin apartar la mirada del volante y me cedió los palillos. Emprendimos el viaje.

Sin mediar palabra, desvió los ojos por encima de las gafas al recorte de mi falda diminuta. Yo sonreía como si no me diera cuenta y picarona me arrastré asiento abajo, mostrando más carne de curiosidad.

Puse la radio, un viejo tema de Angelic Upstarts me animó a juguetear con los palillos. Torpe, enganché uno de los círculos de arroz y se lo llevé a la boca, luego otro y otro, hasta que antipático, me sujetó el brazo y lo retiró hacia la ventanilla.

Me aburría. Montones de horizontes se me perdían de vista. Comencé a trazar figuras chinas sobre mis piernas con los palillos, él no apartaba la vista de la carretera. A veces sí, sólo lo justo para examinar de soslayo mis muslos desnudos. Sin darme cuenta, el palillo atravesó la gomilla de mis bragas y comencé a jugar a partir de ahí. Mis gemidos le llevaron a engullir otro círculo más de sushi, que le ofrecí sujetando los palillos con los dedos de los pies, capricho de mis chanclas veraniegas.

Paró el coche, reclinó hacia atrás mi asiento y tomó posesión de los palillos. Comenzó dividiéndome el flequillo en dos sobre la frente. Siguió con el repaso de la curva exacta de mis labios e introdujo el palillo dentro de mi boca. Comencé a succionar con ansia, sorbiendo como si de la última gota de agua en un desierto se tratara. La respiración de Haruki rebotaba en los cristales del coche. Continuó su trabajo con el palillo hacia mi escote. Uno por uno fue saltando los botones de mi blusa y mis pechos salieron disparados como el pajarito en una cámara de fotos de juguete. Despacio, fue dibujando el tatuaje de mi ombligo hasta llegar a las caderas que sujetaban débilmente mi mini vaquera. Me fundí en un alarido sordo, al tiempo que Decca Wade golpeaba con fuerza su batería. Alcé las piernas y el sushi se esparció por el espacio. Los sobres de salsa de soja reventaron manchando la tapicería de los asientos, las lunas del coche y el cuerpo de Haruki. Le arranqué las Ray-Ban. Sus ojos oblicuos se habían pegado a mi lengua que se restregaba sin prisa, como una fregona limpiando los restos de salsa sobre su piel. Cambiamos de asiento. Mi espalda se dolía una y otra vez contra el volante y arrojé las Ray-Ban Aviator, con ganas al asfalto. Al fin me tendí sobre su boca, clavándole los palillos en las rodillas. Sus ojos rasgados ya eran redondos. El mundo se veía envuelto en granos de arroz, pescado y salsa.

El placer me devolvió a mi asiento y Haruki arrancó el coche. No sin antes bajar para recoger sus gafas, que seguían intactas pese al golpe, aunque esto sólo ocurra en las películas o en los cuentos eróticos.

Continuamos el viaje en silencio. Los palos de la batería de Decca Wade se apagaron con nuestros palillos sushi. Las notas de Angelic Upstarts se fundieron con la brisa que devolvía la ventanilla y la respiración lenta de Haruki.

Nos dirigíamos al pueblo de Xeraco, en Valencia. Las plantaciones de arroz nos indicaban que estábamos llegando. Aparcó el coche.

Me estiré al salir, tenía los músculos entumecidos. Tiré fuerte, como queriendo alcanzar el cielo, y rápido me puse el bikini. Después del invierno largo y helado en Madrid, estaba ansiosa por bañarme en la playa y sentir el látigo del sol. Salí corriendo hacia el mar sin esperar a Haruki, y el paisaje me frenó en seco. La arena infectada de tiendas de campaña y cientos de Harukis jugando al balón de aire, comiendo sushi y tomando sake. Me restregué los ojos. Aquello no era Xeraco, no estábamos cerca de Valencia, sino en la playa de Kamogawa, en Japón.

Haruki llegó sonriente y me besó la nuca acariciándome la tripa con los dedos despistados entre mi bikini. Acomodó sus Ray-Ban sobre la cabeza y me dijo alzando uno de los palillos y golpeando suavemente mi frente: “Para ti, que tanto amas las sorpresas y la salsa de soja”. Montó la tienda de campaña y dedicó el resto de la tarde a hacer sudokus, mientras yo miraba fascinada el paisaje y me atiborraba de sushi casero.

EL CAVA

Aquella noche, y como tantas, discutí con Enrique. El último “¡Vete a la puta mierda y que te folle tu amante!” retumbó como un portazo sobre mi cara.

Abandoné su apartamento, apresurada, enrabietada y con una cortina líquida y cristalina en los ojos, que a penas me permitía apreciar la luz amarilla de las farolas. Noche partida.

Me dirigí al Angie como un autómata, guiada por el impulso de beber hasta anestesiar la presión de sus insultos.

Sabía donde encontrarle. A menudo, las malas palabras de Enrique, me empujaban a él. Ahí estaba, erguido y solitario en la barra. Como siempre. Me sedujeron sus ojos dorados. Comencé a perderme bajo aquella erupción efervescente de transparencias. Se acercó a mí, lo esperaba. Sin darme tiempo, su lengua me explotó en el paladar. “No, no por favor”, aparté su ímpetu con la mano, tímida y coqueta, deseando que insistiera. Me guiñó una burbuja y de nuevo, se me pegó a los labios. “¡Facilona!”. Mojó mis dientes y estampó mi voluntad. Olía a madera chirriante. No fui capaz de resistirme a sus cosquillas. “Despacio, despacio”. Le susurré. Mi escote se había ruborizado y él lo enfrió con el negro vidrio de humo. Me estaba poniendo muy cachonda. Volví a apartarle. Le miré con esa risilla floja, con esa cara de tonta que se me pone cuando me empapa la boca y los nervios. Me quemó la lengua y comencé a marearme. Siguió, insistió. Rompí, renací, nací mojada de él. Intenté hablar, balbucí alguna palabra rara, sin tiempo ni gloria. Le hice una perdida a mi razón. Me contemplaba sonriendo, con su pérfida picardía. Me había revuelto el pelo como si fuera una loca, los tirantes de mi blusa caían indiscretos bajo los hombros. No solo para él se adivinaban mis pechos. Se había confabulado con todos los voiyeurs de la barra, que nos contemplaban con mórbido baboseo. “¡Será cabronazo!”. El rechazo y la excitación me llevaron a exhibirme como una actriz porno, zarandeándome ante aquél olimpo de ojos. Le enfoqué bizqueando y pedí más. Lo imploré con los ojos mezclados entre rimel, líquido y sueño. Mi páncreas chocó contra las bragas, que comenzaban a oler a él. Fui al baño y me enfrenté con mi reflejo. Una furcia me juzgaba. La cabeza colgando sobre los pechos, antes rojos, ahora pálidos.

Comencé a encontrarme mal, pagué y le pedí que me acompañara al apartamento. Me sentí tan humillada como aquella tarde con Enrique, pero esta vez no me importaba.

No le solté ni girando la llave, ni recorriendo el pasillo. Sentí su pesada vanidad sobre mi ombligo. Escuché su chorro tendida en el sofá de mi salón. Se imponía con su fusta. Le engañé. Me rendí. Fingí. “Acaba, no quiero más”. Se vertió sobre mis venas Me arrugué secando sus gotas. Mi vagina anestesiada, desganada, le rechazó bruscamente. Me sobraba, me daba asco, se escaparon las nauseas. Me desplomé sobre sus ebrios latigazos y colgando de ellos, me devolvió a la cama. Me besó la frente disparándome hacia la rutina y se recostó en mi nuca.

Es el más mezquino de los amantes, ahora le aborrezco. El seductor, el embriagador. Perfectamente capaz de destruir la razón y de arrancar la mano que me une a Enrique. Me despista con sus bofetadas de sueños dulces, otros revueltos de ganas y no. Desaparece. A hurtadillas abandona el dormitorio, sin dejar más rastro, que un fuerte dolor de cabeza.

El timbrazo del teléfono me despertó sobresaltada. Me pesaba el cuerpo y me costaba hablar, mi amante canalla me robó la saliva antes de abandonarme. Forcé un “diga” desganado. La voz de Enrique despegó mis legañas “Lo siento, soy un celoso de mierda, te gusta tanto ir sola al Angie que pensé que tenías un amante allí. Anoche te seguí y ví como te emborrachabas sola, me sentí un gusano. Perdóname, te quiero”.

Satisfecha, saciada y saturada de mi amante fantasma, acepté gustosa las disculpas de Enrique, pero solo durante un tiempo, conseguí que olvidara sus celos.

DE AQUÍ PARA ALLÁ

DE SARA A JAIME

“Ya conoces la fauna, quiero descubrirte la flora. Te espero a las diez en el metro de Chueca. Ponte una falda cinturón y déjate las bragas en casa”.

Sí, si, esa misma cara puse yo cuando le escuché, pero te voy a ser sincera, me sedujo su firmeza y me dio morbo sentirme deseada por el mejor amigo de Víctor. Hace años que nos conocemos y sin embargo, nunca me percaté de que se sentía atraído por mí. ¿Gay? Es posible, pero no tan radical como tú. Sexual del mundo, diría yo. Sí, no te rías y déjame terminar. ¡Qué manía tenemos de etiquetar el sexo! Qué tú no seas capaz de estar con una tía no quiere decir que le ocurra lo mismo al resto. Llámalo gay o equis, pero te aseguro que Emilio anoche, me folló como nadie.

Siguiendo sus instrucciones me enfundé en la falda vaquera desgastada, esa que Víctor me tiene prohibida. Te ríes, Víctor va de liberal pero es más moro que el mismo Tomás. Nunca te líes con un hetero, Jaimecito. Reventé los labios en rojo Channel y empitonando una camiseta blanca salí disparada al campo de batalla. Me miraban todos los tíos, ni las putas de Capitán Haya van tan perfumadas de sexo.

Nada de dos besos, ni un hola siquiera. Me agarró la nuca y me limpió la campanilla mientras restregaba el paquete contra mi faldita invisible. Sí, así de fuerte. Durante el primer segundo pensé en Víctor, luego no. Me costaba creer que fuera Emilio quien me besaba con tanto ímpetu y yo quien recibía latigazos en el estómago .

El primer local que visitamos era tan rosa como sus habitantes. El “Panther” ¿Lo conoces? Genial, así te ubicas. Emilio soltó mi mano y se alzó sobre la barra para besar al camarero. Comenzaron a hablar. No sé decirte cuál de los dos lanzaba más pluma. Emilio imitaba los gestos exagerados de su interlocutor. La libido abajo. Me había dejado a un lado, me ignoraba. Tosí intentando captar su atención y se giró de sorpresa. “Sara, la mujer de un colega”. El camarero torció la boca y frunció las cejas con gesto de extrañeza, con desgana me besó las mejillas. “¿Qué os pongo?” “Cachondos”, chiste fácil de Emilio que resolvió sentándome sobre sus rodillas. La libido arriba. Comenzó a lamerme la oreja mientras se liaba un porro de maría. Yo estaba anestesiada, apenas me atrevía a hacer. Me susurraba cochinadas al tiempo que me mojaba el tímpano de saliva. Me estaba poniendo tan cachonda que olvidé que andábamos en un local público. Perdí el control y la noción de todo. Desaté el cordón de sus pantalones de pintor, él tampoco llevaba gayumbos. Me clavé en su polla, tan dura como el tubo de ron que dibujaba mi lengua. Coloqué la cazadora entre mis piernas y empecé a menearme despacio. Le miraba. Sonreía.

Sí, Jaimecito, fue sublime, inesperado. Terminamos la copa al tiempo que sentía el agua caliente de Emilio recorrerme las pantorrillas y sus gemidos ahogados en el cuello. Pagamos y nos mudamos a otro garito. “El Clip” un local pequeño y oscuro, rebosante de personal. El humo salía por la puerta ¡imagínate! ¿Qué has estado allí con Emilio? No me extraña, debe ser su templo, le conoce todo el mundo.

El porro de maría declaraba sus efectos y entre risas comenzamos a besarnos y a toquetearnos sobre la barra. Yo pedí otro ron, él se abstuvo, supongo que temía que el alcohol le adormeciese los sentidos. Embriagada de humo, ron y caricias, se me fue la mano al primer pantalón que alcancé diferente al de Emilio. ¡Oye! ¿Qué dices? ¡Y las burradas que me cuentas tú!¡Estaría bonito! A ver si en pleno siglo veintiuno no hemos aprendido todavía que las féminas no somos el sexo ni débil, ni tonto. Pues eso, que casi antes de darme cuenta el recorte de mi falda vaquera desgastada se había llenado de manos. Yo me rebanaba en los labios de Emilio, los respiraba, me los fumaba ansiosa como si fueran mi último cigarrillo, olvidándome del resto, de todo, del mundo, incluso de Víctor. De nuevo me empaparon sus gemidos, esta vez traían forma. Me despisté del grupo y me refugié en el cuarto de baño para tomar aire. El espejo devolvía a la Venus de Botticelli. Había renacido. Frente a mí una mujer nueva.

Recorrimos todos los garitos de Chueca, y en cada uno de ellos me esperaba una sorpresa. Te ríes. No miento. Este chico es una explosión de genialidad y promesa. ¡Eh!!! ¿Por qué pones esa cara?

No, Jaime, no. ¡Ya estamos! Flipé anoche, Emilio me gusta, me gusta mucho, pero Víctor es mi vida, mi día. Si se entera se me acaban los días. ¡Vale! Igual toca aprender a vivir de otra manera.


DE EMILIO A VÍCTOR

Misión cumplida, tío. Ya te la he quitado de encima. Solo tienes que llamarla y decirle que te has enterado de la clase de zorra que convive contigo. Tienes mi testimonio, no me importa si me dejas por una cotilla maliciosa y barata. Por cierto, tu chica estira mucho más de lo que yo había previsto. ¿De verdad quieres deshacerte de ella? Sabes que no trabajo los coñitos refinados, pero vaya, hay que decir que Sara se maneja con estilo. ¡Ey! ¡Ey! No me vengas ahora con rollos de celos, que lo hice por encargo. ¿Qué ahora crees que la quieres? Flipo. No la quieres, solo te jode que haya estado conmigo. No estás enamorado de Sara, estás enamorado de la idea de alcanzar algo inalcanzable, y ella se ha alejado, por ahí te vuelve. No eres capaz de disfrutar de lo que tienes. No sabes sentir, Víctor, ni siquiera tienes el coraje de hablar con ella. Le tiendes una trampa para enfrentarte a ti mismo. No sabes vivir, amigo Víctor. No tienes ni puta idea.


DE JAIME A EMILIO

¡Hijo de la grandísima puta! Sara me lo ha contado todo. No te valía con enrollarte con una tía, además tenías que exhibirla en todos nuestros garitos, ante nuestros amigos ¡Que te den por culo, tío! Mejor no. Mejor te quedes condenado a los coños.

TEDIO

ELLA

Es esa musiquilla de Charlie Parker que siempre suena a las cuatro de la madrugada. Esa melodía que me saca las uñas, dibuja de rojo mis labios, me llena de pelos y me hace aullar.

Hace años que a penas hablamos. Él abre y cierra nuestros días con un beso en la mejilla, paréntesis de nuestra rutina. Yo me limito a limpiar la casa, a hacer la compra y a mirar la tele mientras le espero. La tele. Hemos comprado una nueva para colgar en algún rincón del dormitorio, ya no somos capaces de dormir sin las voces de Mercedes Milá y el finalista de Gran Hermano.

Añoro aquellos años en los que a penas tenía tiempo para recoger los platos de la cena. Yo disponía la mesa con la sonrisa mentolada y mi ropa interior por todo lo alto y lo transparente. Hablábamos y hablábamos, hasta que él perdía el control y cerraba mis labios con los suyos. Me empujaba contra el bol de la ensalada y lamía el aceite de mi ombligo. Yo le restregaba la cebolla que nos había sobrado, haciendo dibujos sobre su espalda. Mi camisón se deshacía y las bragas se estampaban rebotando contra la ventana. Luego era él quien me rebotaba. Se apagaban los suspiros y amanecíamos tendidos sobre la mesa de la cocina.

No fue de repente que echamos el cerrojo al color de los fogones. Poco a poco se fue haciendo el silencio, y de la ensalada pasamos a mirar la televisión desde la cama.

Vacío. Todas las horas vacías y un beso de ida y vuelta en la mejilla.

Miro la tele y me aprendo los nombres de los personajes de la telenovela de moda mientras le espero. Su beso en la mejilla interrumpe el desenlace del culebrón. No le escucho. Le he dejado la cena tapada con un plato, en la cocina. Yo no tengo hambre. Él tampoco come. Se desnuda, se mete en la cama y comparte conmigo el programa del corazón que nos lleva al sueño. Buenas noches. Beso de buenos días.

Desde hace algunos meses me despierto de madrugada. A las cuatro, las notas de Charlie Parker interrumpen mi sueño a modo de alarma. Me tiembla el cuerpo, se pegan los labios sobre sus hombros y le bajo el pijama. Mi cara recorre su barriga y le escucho gemir. Su mano en mi cabeza. Sus patillas encierran las orejas entre mis muslos. Risas. Placer. Y de nuevo al negro oscuro. Charlie Parker se desvanece y me devuelve al otro lado de la almohada. Cambia mis uñas y el rojo de mis labios, por los calcetines y el guatiné. Buenos días. Beso curvado.

¿Qué me ocurre, doctor? ¿A qué se debe mi trasformación nocturna? Si es que no puedo dormir y luego no soy capaz más que de mirar la tele mientras acaricio la musiquilla que suena a las cuatro de la madrugada, esa con la que Charlie Parker me desata del colchón.

ÉL

¡Quién va a saber si no yo lo mucho que la quiero! Y por el amor que la tengo llené el apartamento de televisiones ¡Que no se me aburriera entre pepinos y lechuga!

Igual es desde entonces que a penas hablamos. Yo la beso cada mañana y al llegar por la noche, al menos de ese modo consigo recordarle que existo y convivo con ella. Pero no me siente, no va más allá del personaje que sale en algún programa voiyer. Nuestras conversaciones, si es que se dan, se tornan en el ganador de aquel concurso.

Echo de menos nuestros tiempos de cocina. Entonces terminábamos de cenar haciendo el amor sobre los restos de calabacín y tomate, y desde ahí no había más que la ducha, la corbata y de nuevo ella.

Le confieso un truco, doctor. He programado un cd de Charlie Parker de cuatro a cinco de la madrugada que nos saca de la rutina, por ahí se transforma en aquella que me hacía la cena, pero sólo por una hora consigo saborear los berros y los canónigos.

¿Cómo hago para volver a ella el resto del día?

DIAGNÓSTICO: TEDIO

Para ella: Compre un libro de recetas.
Para él: Destruya todas las televisiones.
Para ambos: Charlie Parker de cuatro a cinco de la madrugada. No más.

PER ASPERA AD ASTRA

Anoche soñé que Mick Jagger me invitaba a una raya de coca en su Limousine.

Per aspera ad astra, me decía. ¿Qué me dice? Le miraba fascinada sujetando el turulo con la izquierda. Hablaba en latín enredándome el índice, y yo no me enteraba. Sin dejarme respirar, se desataba de mi dedo y salía volando por la ventanilla del coche envuelto en polvo blanco. Yo intento perseguirle y el despertador me atiza contra el suelo. Buenos días, rutina.

Per aspera ad astra, per aspera ad astra. Sus palabras aporrean las teclas del ordenador en la desganada oficina y de pronto le veo saltar sobre las mesas de los contables. ¿Qué coño dice? Corro tras él y se pierde por algún despacho. Hinco con rabia los codos en el pupitre y me decanto por sacar un Sandwich de la máquina expendedora. ¿Astra? ¿Estrella? ¿Qué quiere decirme Mick?

¿Es de locos querer alcanzar una estrella? ¿Será eso? Más loca estaría si me durmiera entre papeles y pólizas y no me llegara el sueño. Me duermo con fuerza.

Jumpin Jack Flash suena silbada en la flauta de Hamelin y yo corro tras ella como un ratoncillo inquieto. Mick me guiña un ojo y se esconde detrás de un árbol. ¡Será capullo! Yo no soy Alicia, esto no es el país de la maravillas, no persigo un conejo, voy tras una estrella de rock y no se trata de un sueño. ¿O sí?

Me he salido del plano que tenía establecido y sin darme cuenta ya no suena el despertador. No me interrumpe la rutina. Tengo todo el tiempo del mundo para soñar. ¿Soy Alicia? No, no hay maravillas.

Per aspera ad astra. Por el camino difícil que para eso soy un ser humano y no un personaje de ficción. ¿Por el camino difícil? Alguien me lo pone más fácil. Keith Richards y Lan Stewart toman mis manos y me elevan envueltos en polvo blanco. Vaya, por fin me llega una pista. A partir de esa muchas más. Ahí está. Le saco la lengua a Mick. Le veo pero no llego. Está oscuro. Avanzo en negro.

Negro. Brillo. Una estrella brilla en medio del negro y voy hacia ella de la mano de los dos músicos. Veo la luz, como en aquella película de miedo. Luz, filtro blanco. Suena un reloj, sonríe un conejo sin despertador. No soy Alicia, no me he quedado dormida. Mick Jagger enreda su índice con el mío y me coloca a su lado. Sonrío al mirar la limousine aparcada en doble fila. A la diestra de Mick Jagger me río de mis sueños.

Per aspera ad astra. Ahora le entiendo.

EL VENDEDOR DE MARCAPASOS QUE NO TENÍA CORAZÓN

Comparto asiento con Mick Jagger en una Limousine. Jumpin Jack Flash envuelve la escena mientras esnifamos coca. Mick me coge la mano y tira de mí por la ventanilla del coche. Volamos. El despertador me atiza contra el suelo. Buenos días, rutina.

Llegaba tarde a la oficina. Bajé de dos en dos los ciento cinco escalones que me separan de la calle, con los tacones colgando de los dedos y tirando apresurada de la cremallera del primer vestido que arranqué del armario. A penas me había dado tiempo a tomarme el café, cuando mi jefe me llamó al despacho.

- ¿Qué le ocurre, señorita, ummm, esto…señorita? – “Este gilipollas aún no se ha enterado de como me llamo”. Traté de escucharle. - Hace más de quince años que trabaja usted para la compañía y nunca hubo queja, pero desde hace algún mes su actitud es muy diferente. Nunca está en su sitio a la hora de entrada. Se despista continuamente y comete errores que ni siquiera se molesta en resolver. - Como siempre, me hablaba chascando los dientes y emitiendo ese ruidito infame que me sacaba de quicio. Yo asentía mordiéndome el pulgar y haciendo enormes esfuerzos por atenderle, pero me resultaba inevitable perder la mirada a ese bodegón tan hortera que tiene colgado en la pared de su despacho. ¿Realmente creerá que decora? No le voy a contar que desde hace meses sueño con Mick Jagger, ese bodegón no lo entendería jamás.

- He comentado su caso con la dirección y estamos de acuerdo en que quizá son demasiados años los que lleva calculando primas de pólizas. Nos parece justo, por todo el tiempo y trabajo que nos ha dedicado, que pruebe en una división superior – “Este imbécil no se entera, de que superior es lo que he probado esta noche con Mick” - Mañana comienza a trabajar en el departamento de Cardiovascular bajo la dependencia del señor Pedro González. ¿Le parece bien? ¿Estamos de acuerdo? ¿Está contenta, señorita, ummmm, esto… señorita?

Salí del despacho directa a la máquina de café, necesitaba una dosis de droga negra para confirmar que la conversación absurda que acababa de mantener era real y no un mal sueño. Me sorprendió ver a Mick Jagger salir del cuarto de baño.

- ¿No te ha servido de nada todo lo que hemos hablado esta noche? Vete, sal corriendo de aquí. ¿No te das cuenta de que no pintas nada? ¡Sígueme! Sigue mi pista y cuando menos lo esperes estarás sentada a mi diestra y entre los dos dominaremos toda esta tontería.

Mi compañero Pablo me sorprendió abrazando el aire.

- ¿Te ocurre algo? – Me preguntó con los ojos como norias.

- Nada. Hablaba con Mick Jagger. Me invita a formar parte de su plantilla. Me cambian de departamento aquí. Estoy asqueada, Pablo. Lo mismo acepto la propuesta de Mick, pero no lo comentes, los rumores pueden hacerme daño. ¿Cómo te va a ti?

- No mucho mejor. He conocido a una rubia escandalosa que se me pone a tiro en cada cita, pero no me atrevo. Necesito aprender a follar antes de atacarla y ando buscando a alguien que me dé clases. ¿Sabes de algún taller? Estoy desesperado. – Ciertamente, se le veía preocupado.

- Ummm. Pues ahora mismo no caigo, pero déjame pensar que lo mismo me acuerdo de alguno. Le preguntaré a Helena que creo que tiene un amigo que acudió a uno de esos y ahora es un experto en Kama Sutra. – Le expliqué sin dejar de mirar a Mick que andaba metiendo monedas para sacarse un capuchino. - Oye, ¿conoces a Pedro González? A partir de mañana trabajaré para él.

Comparto una copa con Mike Jagger en el Angie, mi antro preferido. Me presenta a una vieja amante de Baudelaire que me llama la atención, es bizca y muy fea. Habla, habla y “Come on” mueve mi pie arriba y abajo del suelo. Me extiende las coordenadas de su plan y revienta una alarma en el local. Buenos días, rutina.

“¿Cómo? ¿Las seis y media?”. Recordé que había puesto el despertador una hora antes de lo habitual, por eso mi sueño fue tan corto. Era mi primer día en Cardiovascular y salí de la cama con el mejor pie. El izquierdo, como siempre. Elegí minuciosamente la sombra de ojos a juego con el color de mis zapatos y desayuné zumo de frutas en el bar de debajo de casa. Mick Jagger se agarraba en el metro de una de esas barras infinitas. Le guiñé un ojo y agité mi mano a modo de adiós cuando llegó mi parada.

Pedro González estaba esperándome en mi nuevo despacho. Al verle me alegré de haber estrenado vestido y de ser capaz de soportar doce centímetros de tacón. Pedro era mucho más guapo de lo que había previsto, alto, moreno, típicamente latino, tan bello que no reconocí sus palabras. Su boca se movía de arriba a abajo, de un lado a otro, pero no emitía sonido alguno. Le enfoqué con precisión y me lancé a su bigote. Fue entonces cuando comencé a escuchar su voz ahogada. Trataba de explicarme la importancia de la venta de los nuevos marcapasos. Desde la cremallera de sus pantalones, le llevé la mano al corazón. Y mi mano se perdió en un vacío absoluto. Pedro quería decirme que la mejor manera de vender marcapasos consistía en no tener corazón. Es un profesional de los pies a la cabeza y se ofreció a hacerme una demostración práctica. Asentí y de ese modo, iniciamos una relación amorosa ausente de corazón.

Estoy en una capilla con Mick Jagger. El cura ora un Aftermath sordo y monótono, mientras Mick me da pautas sobre lo que debe ser mi camino. No me lo creo ¡yo en una iglesia! Ni mi subconsciente es capaz de reconocerme en un entorno semejante. Diostesalvemaría. Los silbidos del cura me despiertan. Buenos días, rutina.

Me restregué lo ojos y besé a Pedro antes de salir de la cama. Mi corazón estaba junto a la lámpara de la mesilla de noche. Lo recogí al vuelo y se me escurrió de tanto palpitar. Mi situación laboral había empeorado considerablemente, la venta de marcapasos había caído desde mi entrada en el departamento. No me sentía capaz de prescindir de mi corazón. Mientras me duchaba escuché a Pedro preparar café, sospeché que nuestra conversación durante el desayuno iba a estar ausente de placer y plagada de reproches laborales. Así fue. El silencio se hizo insoportable durante el trayecto en su Audi A4 hasta la oficina. Al llegar nos reunimos en el despacho de mi jefe y entre los dos me hicieron llorar. Mi capacidad para amar intensamente me impedía vender marcapasos, bajo ningún pretexto podría prescindir de mi corazón.

Salí del despacho con la cara en llamas. Enredé mi monedero en busca de monedas para café. Por fortuna me encontré a Pablo en la máquina. Por fin una cara amiga con la que poder desahogarme.

- ¿Te ocurre algo, Sara? – Me preguntó preocupado.

- ¡Flipa! ¡Qué mala suerte tengo, Pablo! Me cambian de departamento y me ponen a currar con un vendedor de marcapasos que no tiene corazón. Pretende que me deshaga del mío para conseguir el mismo número de ventas que él. Me siento acorralada, estoy considerando la posibilidad de marcharme de la empresa, pero necesito pasta para hacer algo. ¡No soporto más! – Le grité entre sollozos. - ¿Cómo vas tú con la rubia? ¿Encontraste algún profesor de sexo? – Desvié la conversación, no me apetecía seguir hablando del tema laboral.

- Acabo de terminar un taller de sexo oral en la Escuela de Sexores. Me ha ido bastante bien pero no es suficiente, de momento aparco a la rubia hasta no convertirme en un maestro. Me han hablado de Fuentesexo y de la Piscisexoría, les llamaré un día de éstos. Vaya, lo mío no tiene mayor importancia, pero ¿y tú? Sara, no puedes seguir así, hay que buscar una solución a tu problema. ¿Estás segura de que Pedro González no tiene corazón? ¡Todo el mundo tiene corazón! ¿No será una pantalla para vender más? Ese tío ha ganado tres concursos seguidos y estoy convencido de que se guarda un as en la manga. Búscaselo y me cuentas, apuesto a que lleva el corazón escondido.

Agitando las caderas sobre el escenario, micrófono en mano, Mick Jagger me canta que voy por buen camino. La bizca toca el bajo a su lado. Aúlla con fuerza y las últimas notas me despiertan. Buenos días, rutina.

Siguiendo las instrucciones de Pablo, me inicié a la busca y captura del corazón de Pedro González. Pregunté a los médicos, investigué su currículum, traté de seducir a otros vendedores para que me contaran su secreto. No había manera. Mis ventas seguían disminuyendo y mi estado de ánimo decrecía por momentos. Sólo aquellas horas en las que soñaba con Mick me sentía feliz.

Fue una noche en su apartamento. Terminamos de cenar y nos tumbamos en el sofá a ver Braveheart en vídeo. Pedro comenzó a acariciarme las orejas mecánicamente, como solía hacer. Harta de seguir sus pautas me giré sobre él y comencé a estrujarle cada uno de sus músculos. Primero el esterno-cleido-mastoideo. Suave el esplenio. Con brío el deltoides y según se me aceleraba la respiración conquisté sus bíceps y sus triceps. Me perdí por sus glúteos dibujándole los gemelos con los dedos de mis pies. Y sin querer, di con mi nariz en un músculo desconocido o descolocado que palpitaba de un modo alocado bajo su bragueta. Coloqué estratégicamente la mano y allí estaba. Pedro González tenía el corazón camuflado entre las piernas. Mi cuerpo se paralizó y le clavé la mirada en los ojos pidiéndole explicación. Se incorporó de un salto y me señaló la puerta. Estaba verdaderamente indignado. Recogí mi ropa y mi bolso y me marché. Había descubierto su secreto y eso me traería serias consecuencias laborales. Esa noche no soñé o no lo recuerdo.

Tal y como había previsto, mi jefe me llamó al despacho a la mañana siguiente. Pedro no había acudido a trabajar. Sin apartar la vista del bodegón aguanté el tirón de sus necias palabras.

- Señorita, esto, ummm…señorita. – “Sara, Sara, Sara, me llamo Sara, capullo” Pensé apretando los puños por no dispararlos al bodegón. - Su situación es insostenible. Tratamos de reubicarla con el fin de darle nuevas expectativas y que creciera, y en lugar de aprovechar esa nueva oportunidad usted se empeña en hacer las cosas a su manera. Mal. Muy mal. Esta mañana he recibido la llamada de Pedro González. Está muy descontento con usted, si se descuida un poco más, arruina las ventas de marcapasos en su departamento. Eso que ha hecho es muy poco profesional, muy poco profesional. – Sonreí al recordar el corazón de Pedro entre mis dedos. - La política de nuestra empresa es la discreción y que sea discreta le pido. Pero no quiero volverla a ver por nuestras instalaciones.

Solté una carcajada, escupí el bodegón y salí del despacho con treinta mil euros en el bolsillo y todas las posibilidades por delante. Telefoneé a Pablo y nos fuimos a comer al Ribeira do Miño. Me encanta chupar las cabezas de los langostinos en las situaciones importantes. Pablo escuchó mi relato con detenimiento sonriendo de vez en cuando.

- ¿Qué tiene el corazón en la bragueta? Ese es un dato a tener en cuenta. ¿Me puedes dar su número de teléfono? ¿No te parece la persona indicada para impartirme clases de sexo? – No había pensado en ello hasta escuchar a Pablo, pero ciertamente, Pedro podría ayudarle a canalizar todos sus sentidos en la entrepierna. Le di el teléfono y continuamos hablando. - ¿Y qué tienes previsto hacer ahora? – Preguntó volviendo al tema que me mantenía temblando de felicidad.

- Aún no he tenido tiempo de pensarlo. – Le contesté con la mirada perdida en algún bodegón del Ribeira que me puso nerviosa sin saber por qué. – Amo la literatura, ya lo sabes, y como me va a resultar imposible ganarme la vida con estos relatos metalitararios que escribo, he pensado que quizá podría montar un café literario al que acudan otros que si se ganan la vida con eso. O algo así. Vaya, según te hablo mi proyecto toma forma, creo que lo llamaré como aquella amante de Baudelaire, esa prostituta que le contagió la sífilis. ¿Cómo era? ¡Ah, sí! ¡La Louchette! Suena literario, ¿no? Me da que Baudelaire no hubiese podido vender ni un solo marcapasos.

Mick Jagger canta un tema que nunca había escuchado. “Estás a punto de conseguirlo, estás a punto de conseguirlo”, me besa la frente, me arropa con la sábana y me susurra al oído: “Buenos días, vida”.

Hoy Pablo ha venido a La Louchette para ver una actuación brillante de Gonzalo Escarpa, el performance de moda en Madrid. Un cantautor, un músico en violonchelo y la gracia del poeta. El local rebosaba gente y al final del evento le he pedido a Pablo que me cuente cómo le fue con las clases y la rubia.

- Uy. No me dio tiempo a probar a la rubia. Llamé a Pedro González y aceptó la propuesta de ser mi profesor. Le pagué cinco clases y a la sexta me invitó. Me ha convertido en un experto y no puede prescindir de mí. Yo de él tampoco, no te niego. Pedro ya no vende marcapasos, por cierto, se fue de la empresa pero ha recolocado su corazón. – Le miraba fascinada pero no me dio tiempo a escuchar el final de su relato.

- ¡Ey, ey, ey, no te distraigas que hoy hay mucho curro para mí solo! – Los gritos de Mike Jagger me devolvieron al suelo desde el otro lado de la barra. – Le miré sonriendo, me despedí de Pablo, le di mis recuerdos para Pedro y me puse a funcionar con brío.

El local se fue vaciando, recogimos y nos fuimos a dormir. Mick me acercó a casa en su Limousine. Le besé la mejilla, estaba amaneciendo, y con la mano en su nuca le dije: “Buenos días, corazón”.

ANTES Y DESPUÉS

El rayo se reflejaba en la ventana de enfrente y me hacía esperar encogida el trueno. Las gotas taconeaban con furia sobre el suelo del patio. El aire envilecía las puertas. Estruendo. A penas se escuchaba, pero Josephine Baker no dejaba de cantar.

No levanté de la mesa del escritorio la copa de Hendricks con rodajas de pepino, fui yo quien se inclinó sobre ella para enfriar la lengua con uno de los hielos, buscando de ese modo, alguna sensación que transportar al folio en blanco que soportaba mi máquina de escribir. El frío me llevó una vez más a ti. Comencé a aporrear las teclas, mezclando el impacto de mis dedos con las gotas de lluvia:

“Te conocí en el antes de mi después. No supe entonces cuales fueron los motivos que te empujaron a acercarte a mí. No tengo ni idea de que fue aquello que despertó tu curiosidad y tu urgencia por descubrirme. No soy capaz de averiguar las razones que motivaban tu ansiedad por conocer mis secretos. En aquel momento te intrigaba todo lo mío, desde mi apellido hasta la manera en que me ato los zapatos. Viviste conmigo este impacto que ha marcado mi destino. Las nuevas circunstancias te aterran a ti más que a mí. Se ha diluido el interés, te alejas a la misma velocidad con la que llegaste. Prefiero no mirarte, eres el reflejo de mi otro tiempo y de este nuevo, veo en ti la felicidad que se quedó del otro lado, la alegría de aquel momento, y sin embargo, tus expresiones no dejan de recordarme el infierno que se me ha impuesto sin esperarlo. Tu actitud es más consciente que la mía, supongo que esas son las razones que te inducen a alejarte. Desconozco los motivos por los que apareciste en mi vida, ahora pienso, sencillamente, que fuiste un marcador de mi tiempo, un duende que me indica que debo valorar mi antes y afrontar mi después.”

Un trueno paralizó el torrente de palabras que fluían de mis dedos. Me llevé la mano a la mejilla. Estaba húmeda. Mi mente se quedó en blanco y Josephine Baker dejó de cantar. La inspiración llovía sobre mí, pero me impedía la duda. ¿Debía relatar el primer capítulo de mi nueva vida o el último de la otra? En uno u otro caso se trataba de dejarte en mal lugar, y esa no era mi idea. Sin embargo, la elección acertada era el único modo de desatar mi condena. Decidí por tanto, crear un personaje ficticio que se pareciera a ti. Unas circunstancias parecidas pero diferentes a las reales y disparar letras a discreción a partir de eso.

La tormenta comenzó a amainar al tiempo que mi ansiedad. Con el dedo empujé la aguja del tocadiscos que soportaba a Josephine. Bienvenidas de nuevo las notas de “J´ai peur de rever”. Lancé una moneda al aire. Cara el último capítulo, cruz el primero. La cruz golpeó el suelo y sonreí. Siempre más fácil narrar el desenlace que contar como sucedió, aunque eso dejara recluidas mis tormentas. Le di un trago a la Hendricks, no sin antes brindar con el aire. La idea estaba dictada, solo quedaba ejecutarla una vez más.

“Acudiste al juicio en camiseta y mal afeitado, como casi siempre. Sin perder de vista mis ojos mientras esperaba el veredicto, clavaste una mueca cínica y alguien activó el pause de tu imagen, te hiciste eterno torciendo la boca en mis recuerdos. Condenada a la silla del escritorio. Condenada a la tormenta y a la hostilidad de las puertas. Condenada a contemplar la máquina de escribir, hasta ser capaz de contar por qué desapareció el personaje en camiseta y mal afeitado de la sala.”

Siempre lo mismo. Bucle y hasta ahí tú, que te esfumaste sin darme pistas de cómo escribir por qué, y mira que siempre trato de suavizar tu personaje. Me giro hacia la ventana de enfrente, me deslumbra un rayo. Me encojo en trueno. Josephine nos cuenta que “C´est si facile de vous aimer”. Mi lengua se ha pegado a uno de los hielos que nadan en la Hendricks y no hay forma. Lanzo la moneda al aire con la esperanza de que salga cara esta vez. Siempre cruz, siempre cruz. No existe manera de intentar el capítulo anterior, que será el que me permita levantarme de la silla del escritorio, cambiar el disco, disfrutar del sol en mi ventana y tomar una copa de ron. Y es que no sé que prefiero. Será que en el fondo me gusta condenarme a la silla y no decir nada, antes de que truene la verdad y me parta un rayo.



SI ANOCHE FUERA

Si fuera o sería capaz de irme a dormir como una persona de siempre, no fuesen ni existirían historias de camuflaje.

Anoche viví patillas. Patas cortas y viceversa. Patillas de besuqueo y en medio de mis rodillas, de mis tobillos, fumando un pitillo liado, chupando un barquillo de menta, se hizo inmenso un segundo ¡Chas! Pestillo en el dormitorio.

Si fuera o no fuese posible dormir en la madrugada, si no estuviese el vaso espiando y la albina maldiciendo las narices, entonces, si así no fuera, no hubiera habido latido ni hubiesen sido tan grandes las esferas llenas de modestos despistes.

Anoche soñé manillas entre mis pechos, rebuscando bajo mis bragas a Safo, a Sade, o las letras obscenas de Miller. Manillas de despertador que eternizaban las ocho menos diez sobre el polvo de mi mesilla, de reojo, de relevo, cómplice de un segundo inmenso.

Si fuera o hubiese sido secuestrada por la bombilla perezosa en el escritorio, por el humo esclavo del cigarrillo doméstico. Si no habría abierto el portal de la incógnita acertada y no hubiera apostado al piano de lo perdido, no hubiese ganado el neón azul y rosa, de las risas más nuevas desplomadas sobre la escotilla de algún patético famoso.

Anoche toqué puntillas inertes de tanta vida, de techo desconchado e infarto de cosquillas, mirando por la mirilla, erguido de traje y corbata el mismo segundo inmenso.

Si fuera o sería fácil, no hubiese habido dudas de cojín ni de almohadas. Ni hubiera temblado débil la bocanada espesa del pitillo entre mis somnolientas pantorrillas, presa gris de mis ágiles nudillos, de vacíos cómodos y desganados. Nunca, si sería fácil, hubiera tronado un ronquido sobre el vicio de mi cuello expectante, insomne, imposible.

Si anoche fuera, habría sido, hubiera podido o sería capaz, no hubiese crecido inmenso el enemigo de las personas de siempre.



RELATO ROJO

Él había envenenado su sangre.

Recibió la noticia como una bofetada y tras recuperar el aliento, compró dos botellas de vino en la tienda de alimentación situada frente a su casa. Supo al instante que le sería imposible pasar la noche sin anestesia.

Subió las escaleras temblorosa, se desplomó en el sillón como si tuviese el cuerpo muerto, fijó la mirada en un punto, su mente estaba en blanco. Aún temblaba, tomó aire, intentó respirar con pausa para calmar la ansiedad, y descorchó la primera botella.

Todos los recuerdos de aquel momento se iban proyectando en su cabeza a modo de fotogramas, fue repasando cada uno de ellos con detenimiento. Le invadió la nostalgia y la impotencia. Sacó una copa de la vitrina y la pintó de rojo hasta el medio.

A medida que el vino fluía por su garganta se iba acentuando la ira y la rabia. Ya era tarde, imposible cambiarlo. Tocaba aprender a convivir con el veneno y tuvo claro, desde el primer momento, que no sería tarea fácil.

Se sirvió la segunda copa de vino que le hizo llorar, igual por lástima o por miedo. Estaba resultando muy difícil encajarlo. Se sentía perdida, despistada ¿Hubo forma de evitarlo? Ahora no había vuelta, estaba ahí, se había instalado para siempre, sin que hubiese manera de aniquilarlo. Había sido convertida en vampiro, ya no había remedio.

La tercera copa le hizo enrojecer, sus ojos se habían vuelto vidriosos y las manos desordenadas. Los pensamientos se iban emborronando, llegaban a ella como imágenes oníricas, se sintió débil y a la vez muy fuerte. Su mirada estaba clavada en aquel líquido rojo. Sangre, en algún momento imaginó aquella copa llena de sangre.

Cuarta, quinta, desequilibrio. La primera botella transparentaba el envase, no daba siquiera para llenar una copa. El temblor de sus manos hizo que el vino se derramara al servirlo, la mesa se pintó de rojo y algunas gotas se deslizaron por la madera golpeando la alfombra. A penas le quedaron reflejos para frenarlo, su mirada se perdió en esa catarata de vino rojo. Sangre envenenada.

Al descorchar la segunda botella sintió odio, todos sus pensamientos y sensaciones se desviaron hacia él y sintió un odio descontrolado. Él le había llevado de la mano por un camino de rosas y el destino de aquellos paseos desembocaba en el destierro. Éste era el primer momento de horror en el infierno que él le había dibujado.

El vino la adormeció por un momento, pero la rabia, la ira y la impotencia le hicieron frente al sueño, fue entonces cuando comenzó a acariciar con suavidad su venganza. Se sirvió otra copa de vino. Le resultaba imposible permanecer quieta en el sillón soportando todo ese dolor. Difícil la idea de quedarse parada ahora que sabía que ese hijo de puta había partido su vida en dos. Fue entonces cuando decidió utilizar todas sus armas. Rebuscó en el armario del dormitorio la falda más corta, bajó su escote al infierno y alzó los talones al cielo. En el cajón del mueble de la cocina encontró el cuchillo más afilado. Pintó sus labios de rojo, de un rojo tan intenso como el vino que había estado tomando, de un rojo tan brillante como la sangre que en algún momento imaginó rellenando la copa, de un rojo envenenado.

Bajó apresurada las escaleras. Su cuerpo temblaba casi tanto como cuando recibió la noticia. Pegó un traspiés contra alguno de los escalones, los efluvios del vino impedían sus movimientos. Salió a la calle. Noche negra y cerrada, tomó un taxi: “Paseo de Entrevías número sesenta”. Pronunció en voz alta y con tono firme, evitando que los balbuceos descubrieran su embriaguez.

Al llegar al portal se detuvo un instante, de nuevo respiró profundamente. Retocó el rojo de sus labios y se revolvió el pelo. Timbró. Él la recibió sorprendido y con entusiasmo. Se sentaron en el sofá, ese sofá que tantas veces fue el escenario de sus flaquezas. Le ofreció un vino que aceptó gustosa. Él sonreía todo el tiempo. Ella le miraba con una fijeza desorbitada, le estaba resultando imposible hacer desaparecer esa mueca espantosa de su boca. No se despegó del bolso ni por un instante. Intentó disfrutar sorbo a sorbo del vino, un exquisito Clos de Béze del 2001. Él conocía su predilección por los Borgoña, como siempre, quería complacerla. Se sentó junto a ella y brindaron, sus ojos se quedaron fijos en los de él al tiempo que escuchó el chasquido de las copas al chocar. Ella comenzó a acariciarse los labios, sugiriéndole con picardía que se aproximara a ellos. Él se perdió al gesto y la besó. Las manos de ella continuaban aferradas al bolso. En ese momento, las diapositivas de los recuerdos comenzaron a proyectarse a modo de película en su cerebro. Se le disparó el corazón, le palpitaba con tal fuerza que en algún momento sintió que saldría disparado hacia la lámpara de aquel salón color ámbar, casi rojo. Afloraron los sentidos. Perdió por completo la razón y la conciencia. Él acariciaba sus pechos y todo su cuerpo, ella correspondía sus caricias solamente con la mano izquierda, la derecha se distraía ansiosa rebuscando el cuchillo en el bolso. Sintió un corte en el dedo meñique, a penas apreció el dolor.

Fueron segundos, décimas de segundo, ella asestó el cuchillo contra su corazón, él había destrozado antes el suyo, lo desplazó hacia su garganta, no quería escuchar sus alaridos. Su cuerpo quedó inerte junto a ella, tan muerto como el suyo aquella tarde al desplomarse en el sillón tras conocer la noticia. La sangre brotaba a borbotones de unas venas muertas que no perdían la sonrisa. Ella rellenó la copa y manchó sus labios, pasó la lengua despacio, se relamió, luego un sorbo y otro. Saboreó esa copa como ninguna otra de tantas que había tomado aquella noche. Veneno. Sonrió.



Todo esto me lo contó la misma noche. Estaba agotada. La acusada no recuerda mucho más. La víctima le convirtió en vampiro, señor juez, él había sorbido su sangre, la había envenenado. Ella sólo quiso hacer lo mismo. Como abogado me limito a redactar su declaración. ¿Perdón? ¿Que ha aparecido muerta? ¿Por qué me mira así? ¿Me está acusando? Oiga, ¡que yo soy su abogado! ¡Que el cuchillo lo utilizo para abrir el pan! ¡Que soy abstemio y jamás pruebo el vino!





viernes, 3 de diciembre de 2010

LA LOUCHETTE

No soy capaz de centrar la llama de la vela que ilumina mi escritorio. Es por eso que estas letras te llegan emborronadas de ira y de lamentos, no más sucias que las que tú me dedicaste un día.

Tres lágrimas rojas y azules. Tres veo. Tres y la punta de mi nariz. El perfume de sándalo ya no camufla el hedor de mi peluca. Ahora resulta tan putrefacta y maloliente como mi eterna sentencia dictada en tus versos.

Condenado a muerte entre mis piernas. Condenado a la enfermedad por respirar mis besos y mojarte de mis placeres. Condenado a odiarme por haberme amado. Tanto deseo de decadencia y de fealdad es tu castigo. ¿Qué buscabas lamiendo los jugos viscosos que emana mi cuerpo? ¿Cuál era el motivo urgente que te impulsaba a nadar en mis aguas sucias y estancadas? ¿Qué querías de esta puta?

Puta. Puta porque desnuda su cuerpo ante ojos distintos cada noche. ¿No eres tú más puta, poeta, que desnudas tu alma y la desparramas en tinta para el mundo entero? Siento lástima por ti. Quisiste hacer poesía de un cadáver infame y lo conseguiste. Contagiado de cadáver te conviertes en lo mismo, y lo muestras sobre un lecho descarnado de versos. Carne, carne sí, carne querías y ahora no te queda más que rebañar los huesos.

Acaricio la peluca y me detiene un instante de algún tiempo hermoso. Soplo la llama, desaparecen las tres lágrimas. Sólo un cadáver calienta mi almohadón. Palpo frías las sábanas.

Condenado tú a muerte sobre mi boca. Condenada yo a la eternidad de tus poemas.







MÖET CHANDON

El silencio se ha convertido en la banda sonora de nuestra rutina. Me pierdo en las páginas de algún diario fantástico, que rebosa piernas y labios, mientras escucho tu sierra mutilando la madera. Ahora te ha dado por hacer muebles. Nuestro salón se ha empapelado de estanterías, sobre ellas colocamos lo tedioso. El mes pasado lo dedicaste a las mesillas y éste se lo entregas a un baúl en el que quieres guardar, aún no tienes muy claro el qué. Tú barnizas y yo leo. Yo te miro y tú no me ves. Me marea el olor fuerte y pegajoso. No me puedo mover, me has atado a la pata del sillón. Me castigas. No, Enrique, no soy capaz de encontrar el placer por ahí. No te empeñes, no me excita el estruendoso y desagradable Black and Decker, no trates de hacerme creer que es un estallido de virilidad y orgasmo. No encuentro sensualidad entre tornillos y tiradores.

Primero fueron las películas de DVD ¿Lo recuerdas? Empezamos con mucho entusiasmo. Tú preparabas el escenario. Esencia de sándalo, Moët & Chandon y la telita color perla que me cubría lo justo. Luego rociabas mis pechos con la cubitera congelada para que fuera perfecto, esperabas la respuesta inmediata y entonces activabas el play ¡Fabuloso! Yo miraba y tú me observabas mirando. “El corazón del ángel”. La sensualidad. Mikey Rourke me susurraba al oído que te marcharas, y yo le convencía de que sin ti nada era posible.  El jazz y Nueva Orleáns metían los dedos en mis bragas. Temblabas de placer. Comenzaba a excitarme y te pedía a gritos que cambiaras la película, demasiado pronto para alcanzar el orgasmo. “Martín H” y los monólogos cosquilleándome el sistema nervioso. Secabas las lágrimas de sudor que corrían por mi cuello y me besabas los dedos.  Juan Diego Botto y Federico Luppi se apoderaban de mi carne, Eusebio Poncela me susurraba al oído las melodías más denigrantes y tú te retirabas. Me olvidaba de ti, me dejaba llevar y estallaba el aullido voraz. Nuestro salón se transformaba en humano, gris, hermético y uniformado. Como si una varita mágica rompiera el hechizo. “¡No me sientes!” Gritabas entonces “Si te corres sólo con dos películas, si me apartas a la segunda, es porque no tienes ganas”.
No fuimos capaces de entendernos y tras varias discusiones decidimos cambiar el método de nuestros sentidos. Nostalgia. ¡Cuánto me habría gustado compartir contigo “El marido de la peluquera”!

La música, se nos ocurrió como alternativa a nuestra intimidad. Te estrené chorreando delirios con el “Temptation” de Diana Krall. Esta vez era yo quién dirigía. Actuabas tú. Me mirabas tímido, la notas entorpecían tus vagas expectativas, pretendías que yo te guiara. “¡Sé tú! ¡Haz!” Te indicaba cariñosa. Enarcabas las cejas y encogías los hombros. Mi adorado “Temptation” se arrugaba ante tus dudas. No supiste recobrar la grandiosidad de aquél dedito fláccido y pequeño, que se movía como un pececillo húmedo, entre los bafles de nuestro aparato de música. “¡Acarícialo! ¡Excítalo! Endereza”. Grité en algún momento impaciente. El miedo te impedía escuchar mis súplicas y el dios se convertía en gnomo. Cambié el disco, me fui a lo más pagano, a lo fácil. “Carmina Burana”. Te agarraste a mi cuello aterrorizado. Te espantaba enfrentarte solo a las notas. Te intimidaba mi parsimonia, querías que hiciera yo ¿Por qué siempre debo ser la parte activa? ¡A mí también me gusta dejarme hacer! Sabes que me excita el derroche de armonía entre mis piernas. Te da miedo. Rabiosa y malhumorada, comencé a restregar las notas buranas entre mis húmedos deseos y gruñí con rabia la respuesta. ¡Qué fácil era!

Nuevo intento. Los libros. La literatura. Yo amo las palabras y tú las aborreces. Perfecto contraste, desde ahí buscamos la contradicción y el morbo. Te pareció buena idea desviar nuestros gozos por ese sentido. A mí también. Vivimos momentos ardientes y maravillosos. “Los amores difíciles” de Italo Calvino dejaron marcas en mi cuello y ganas de más. Tú vomitaste. Pío Baroja sembró el árbol de tu ciencia y te hizo recobrar la seguridad. Nos conjuramos con los necios y Proust nos encaminó hacia nuestro tiempo perdido, a regañadientes y con montones de excusas que resultaban excitantes. Era perfecto. Yo hacía, elegía y deshacía. Sucumbí acariciando once mil vergas surrealistas.

“La broma” de Kundera me invitó a salir una tarde. Por algún motivo no te dije nada. Era domingo y comías en casa de tu madre. No sé por qué me decidí a hablarle a solas. Quizá me acerqué demasiado a sus páginas y le di pie a acariciarme la nuez. Me besó y dejé que me besara hasta que escuché la llave. “Termina rápido” le dije intentando apresurar su lengua dinámica que me llevaba al orgasmo. “¡Elige un libro!”. Entraste gritando por el pasillo “¡Tengo ganas de follar!” Y yo recién satisfecha, inapetente, me entregué a ti, no me quedó más. Con temeroso disimulo, escondí “La broma” en algún cajón, besando, eso sí, sus lomos de cariño y agradecimiento. Elegí “La mujer rota” y llegué a tus labios de la mano de Simone de Beauvoir y Monique.
Comencé a desear tu ausencia. “Ahora estamos solos, mi querido Ludvik”. “La broma” me incitaba a vivir nuevas glorias. No me apetecía, si quiera, compartirme con otros libros. No había ganas de ti. Me excusaba con dolores de cabeza para esconderme en el dormitorio, entre las páginas de mi amante prohibido. “La broma” y yo vivimos los momentos más tiernos y fogosos, hasta que Helena, celosa, te descubrió nuestro secreto. Me enamoré de “La broma” y tú lo arrojaste a la chimenea.
Te odio, Enrique, te aborrezco por ello ¡Suéltame de la pata del sillón! No. No estaba en el cine, ni en la música, ni en los libros. No está. No te empeñes en buscarlo en tu terreno, como dices. No está en los muebles, ni en la madera, aunque yo lea orgásmica en el sofá. No hay deseo. No me pone el Black and Deckerd, ni las mesillas ¡Qué no! No hay nada que guardar en ese baúl.