lunes, 6 de diciembre de 2010

LA AVIONETA

Mi piel se freía bajo el sol.

Derramada sobre un pareo de colores, se proyectaban en mi cerebro movimientos sofocantes que empujaban mis nalgas. La vista perdida en el cielo, se centró en una de esas avionetas de las que cuelga una tela ilegible, que termina por lanzar balones de Nivea y los bañistas persiguen como las hormigas una migaja de pan.

La última embestida me hizo susurrar profundo y mi mano se introdujo, por inercia, en la curva que desvía mi tanga a lo más fino. Solté el aire como quien pincha un globo y desvié la atención hacia un señor, que con una nevera colgada al cuello, enumeraba en tono gangoso, la esperanza congelada de mi boca y de mis pensamientos.

- ¡Eh! ¡aquí! Le grité levantando el dedo que momentos antes había sido testigo de mi excitación. Se acercó intimidado. Un índice y dos pulgares en top-less, redondos e impacientes, le señalaban.

- Dame una cerveza. Le pedí en tono firme enarcando los hombros y sin dejar de disparar mis pechos contra la nevera, donde introdujo su mano temblorosa para extraer mis deseos.

- ¿Cuánto? Le pregunté mientras revolvía en la cesta de Versace el bronceador, las gafas de sol y la parte de arriba de mi bikini, en busca del monedero.

- Invita la casa. Solemne. Con la mirada perdida en mis pezones histéricos soltó la nevera a un lado y se recostó sobre mi pareo. No le sorprendió mi indiferencia.

Solo él contemplaba idiotizado los balones de Nivea. Yo había postrado mi ombligo contra el pareo con el fin de templar mis diablescos fotogramas, que se iban desvaneciendo por el sueño, hasta que su respiración profunda, los despertó de golpe. Mi compañero nevera se estaba excitando. Sonreí maliciosa. Pegué mi culo contra su muslo. Enseguida me llegó la respuesta. Con sutil timidez, cambió el hilo fino de mi tanga por sus gruesos dedos, con los que me recorría toda la hiel hasta frenarse (solo de vez en cuando) en el punto que me despegaba, como una corriente eléctrica, del pareo.

La pareja de al lado nos miraba al tiempo que se susurraban intenciones descaradas al oído. Él con cara de diablo, ella de casta. Adiviné por sus gestos que apostaban si eran capaces. Arqueé el cuerpo hasta alcanzar la parte central de los bastos pantalones del hombre nevera, saqué la lengua, antes incluso de descubrir mis dudas, y me mantuve en esa postura, con los ojos clavados en los ojos de ambos, hasta que el descubrimiento colmó mi boca. No sé cuál de ellos ganó la apuesta. Supongo que el diablo se hizo viejo y convenció a la casta, pero como por arte de magia, ya éramos cuatro en mi pareo.

Ansia. Pretendí en un instante complacer a los tres. El hombre nevera se agitaba nervioso dibujando mi garganta, yo rebuscaba perdida en el bañador floreado del diablo y la mano que me quedaba se dedicó a averiguar impaciente, la perfecta depilación de nuestra fémina casta, al tiempo que descubría con alguna parte libre de mi cuerpo, el tamaño de sus pechos. Nos movíamos torpes. Ninguno de nosotros era capaz de olvidar al resto de bañistas y nuestras miradas se desviaban continuamente haciéndonos perder la atención mojada. El calor fuerte, la tensión y la humedad conseguían que nuestras manos resbalaran de un cuerpo a otro. Se frenaron los gemidos y los seis ojos se clavaron en mí. Me eligieron como vagina de referencia y comencé a sentir todos mis órganos colapsados. El aliento hostil casta-diablo quemaba mi pubis y el hombre nevera había decidido no separase de mis pulgares de mármol.

Fragancias nuevas. Bronceador de coco y un aftersun fuera de lugar desdibujaban mis labios. Más manos. Gente nueva. Mi cuerpo recubierto de manos, sin un poro libre para contemplar la ráfaga ilegible de la avioneta lanzadera. La presión del tacto, el dolor de las lenguas y el vaho agrio de las pieles sudadas me agobiaron. Eché un vistazo a mi alrededor, justo lo que los huecos arqueados de montones de codos me permitieron. La playa solitaria y vacía. Todo el verano y su turismo se había afincado sobre mi pareo.

Toallas y cuerpos apiñados en mis colores. Gritos y alaridos que callaban el sol. La playa vacía y mi tanga junto al cubo negro de la basura.

Como un caracol, lento, lentísimo, agarré mi pareo y repté bajo la masa de carne caliente. Liberada, guiñé un ojo al hombre nevera, que recogió sus bártulos y se sentó junto a mí en la inmensidad de la orilla vacía. Reímos, nos besamos y compartimos una cerveza helada. A nuestra espalda, gemidos trémulos y desgarrados. Le susurré al oído la última embestida culpable del montón de carne. Nuestra felicidad andaba sobrepasando las tablas de surf, cuando un estruendoso relámpago frenó con fuego el mar. La avioneta Nivea se había estrellado contra la masa informe de cuerpos castos, diabólicos, con esencia de bronceador y jugos agrios. La tarde solitaria mezclaba el agua y el sonido de las gaviotas, con el rebote de los balones Nivea sobre la arena vacía.

El hombre nevera embestía mis nalgas mientras yo clavaba la mirada en el cielo.


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