lunes, 6 de diciembre de 2010

EL CAVA

Aquella noche, y como tantas, discutí con Enrique. El último “¡Vete a la puta mierda y que te folle tu amante!” retumbó como un portazo sobre mi cara.

Abandoné su apartamento, apresurada, enrabietada y con una cortina líquida y cristalina en los ojos, que a penas me permitía apreciar la luz amarilla de las farolas. Noche partida.

Me dirigí al Angie como un autómata, guiada por el impulso de beber hasta anestesiar la presión de sus insultos.

Sabía donde encontrarle. A menudo, las malas palabras de Enrique, me empujaban a él. Ahí estaba, erguido y solitario en la barra. Como siempre. Me sedujeron sus ojos dorados. Comencé a perderme bajo aquella erupción efervescente de transparencias. Se acercó a mí, lo esperaba. Sin darme tiempo, su lengua me explotó en el paladar. “No, no por favor”, aparté su ímpetu con la mano, tímida y coqueta, deseando que insistiera. Me guiñó una burbuja y de nuevo, se me pegó a los labios. “¡Facilona!”. Mojó mis dientes y estampó mi voluntad. Olía a madera chirriante. No fui capaz de resistirme a sus cosquillas. “Despacio, despacio”. Le susurré. Mi escote se había ruborizado y él lo enfrió con el negro vidrio de humo. Me estaba poniendo muy cachonda. Volví a apartarle. Le miré con esa risilla floja, con esa cara de tonta que se me pone cuando me empapa la boca y los nervios. Me quemó la lengua y comencé a marearme. Siguió, insistió. Rompí, renací, nací mojada de él. Intenté hablar, balbucí alguna palabra rara, sin tiempo ni gloria. Le hice una perdida a mi razón. Me contemplaba sonriendo, con su pérfida picardía. Me había revuelto el pelo como si fuera una loca, los tirantes de mi blusa caían indiscretos bajo los hombros. No solo para él se adivinaban mis pechos. Se había confabulado con todos los voiyeurs de la barra, que nos contemplaban con mórbido baboseo. “¡Será cabronazo!”. El rechazo y la excitación me llevaron a exhibirme como una actriz porno, zarandeándome ante aquél olimpo de ojos. Le enfoqué bizqueando y pedí más. Lo imploré con los ojos mezclados entre rimel, líquido y sueño. Mi páncreas chocó contra las bragas, que comenzaban a oler a él. Fui al baño y me enfrenté con mi reflejo. Una furcia me juzgaba. La cabeza colgando sobre los pechos, antes rojos, ahora pálidos.

Comencé a encontrarme mal, pagué y le pedí que me acompañara al apartamento. Me sentí tan humillada como aquella tarde con Enrique, pero esta vez no me importaba.

No le solté ni girando la llave, ni recorriendo el pasillo. Sentí su pesada vanidad sobre mi ombligo. Escuché su chorro tendida en el sofá de mi salón. Se imponía con su fusta. Le engañé. Me rendí. Fingí. “Acaba, no quiero más”. Se vertió sobre mis venas Me arrugué secando sus gotas. Mi vagina anestesiada, desganada, le rechazó bruscamente. Me sobraba, me daba asco, se escaparon las nauseas. Me desplomé sobre sus ebrios latigazos y colgando de ellos, me devolvió a la cama. Me besó la frente disparándome hacia la rutina y se recostó en mi nuca.

Es el más mezquino de los amantes, ahora le aborrezco. El seductor, el embriagador. Perfectamente capaz de destruir la razón y de arrancar la mano que me une a Enrique. Me despista con sus bofetadas de sueños dulces, otros revueltos de ganas y no. Desaparece. A hurtadillas abandona el dormitorio, sin dejar más rastro, que un fuerte dolor de cabeza.

El timbrazo del teléfono me despertó sobresaltada. Me pesaba el cuerpo y me costaba hablar, mi amante canalla me robó la saliva antes de abandonarme. Forcé un “diga” desganado. La voz de Enrique despegó mis legañas “Lo siento, soy un celoso de mierda, te gusta tanto ir sola al Angie que pensé que tenías un amante allí. Anoche te seguí y ví como te emborrachabas sola, me sentí un gusano. Perdóname, te quiero”.

Satisfecha, saciada y saturada de mi amante fantasma, acepté gustosa las disculpas de Enrique, pero solo durante un tiempo, conseguí que olvidara sus celos.

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