- ¿La última copa?
Escucho a lo lejos y en nebulosa. Me giro, le veo y mi corazón empieza a saltar tan rápido que casi le toca las rayas de la camisa.
Accedo a su petición, a pesar de que ya me siento suficientemente borracha. Mi cabeza centrifuga recuerdos y un pensamiento exacto se clava en sus ojos. Se ha convertido en un viejo. Su corte de pelo ralo y blanco, la mirada muerta y esa mueca en unos labios casi inexistentes, me producen nauseas. Me recuerda al protagonista de una película canadiense, Las invasiones bárbaras, en la que un anciano espera ansioso y cansado la muerte.
- Te aburres – Confirma después de tenerme un rato sentada frente a él sin decir nada. Su voz rugosa se encamina hacia mi cerebro como un cuchillo de sierra – No ¡Qué va! – Procuro sonar alegre - Lo siento, andaba despistada. - Echo la mano a la barra buscando algo que no existe y continuo perdida - ¡Venga! – Grito por encima de los bafles- Sea esa última copa por el reencuentro – el ansia de embriaguez y otras sensaciones, me obligan a complacerle. Me tumbo en algún renglón del pasado.
- ¿Te aburres? – Solía decir. Palabras de seda acariciando mi vientre hace un millón de años. Entonces su pelo era negro, su mirada estirada y firme y sus labios dominaban mi existencia.
El camarero ha roto un vaso al tratar de retirarlo de la barra y me ha devuelto al presente, a la banqueta iluminada por una bola de plata, a la música de De Phazz que no deja de sonar nunca y a su piel comprimida de arrugas. Agradezco que se hayan abortado los recuerdos, me estaba poniendo nerviosa y amarga.
Se mueve torpe, no tiene prisa. Estornuda y se suena violentamente los mocos. Limpia los restos con la palma de la mano. Ya no le importa si le observo, ya no le importa quién le mira. Se dirige amable al camarero y le pide un Cacique con Coca Cola y un Gin Fizz. Por fin ha aprendido que las buenas maneras gobiernan el mundo. Apoya la mano sobre mi pierna y siento un escalofrío. Parece no darse cuenta del cambio eléctrico que marca nuestros tiempos. - ¿Recuerdas...? - Se esfuerza por captar mi atención. Empeña sus palabras al pasado, con el propósito de que le escuche, de que le sienta y de devolverme a aquél tiempo, en que fui serpiente bailando notas de flauta.
El trago rápido de ron me lleva a un fotograma en blanco y negro aún latente. Los besos horneados de gritos y lamentos en otro tiempo, contra el reflejo sereno y canoso de sus gafas. Besa dulce mi mejilla con los labios arrugados: “¡Te he necesitado tanto!” Mi cuerpo se endurece al susurro. Se tambalea. Estoy borracha. No escucho. No escucho.
Una bofetada me devuelve de golpe a la cama, a su cuerpo perdido en mi tristeza y a su pelo moreno entre mis dedos. Gritos, dolor, horror. Entonces abusaba de su fuerza. Entonces me hacía pequeña con los puños, con otras armas: “¡Te he necesitado tanto!”. Sus manos, ahora trémulas acarician con precaución el rasgar de mis vaqueros. Mi mirada enfoca como una noria su boca deforme y grisácea.
Asco. Se mezcla el asco de un tiempo y otro. Quince años ondeados de asco y hoy me reencuentro con él en la barra de este bar ¿Por qué? ¿Quién ha querido ponernos otra vez en el mismo camino? Me agobio. Comienzo a odiarle. Él se empeña en recordarme que un día fue Alain Delon en mi Tren llamado deseo, hipnotizando mis horas. Y yo que no puedo dejar de mirarle, veo al viejo terminal de Las invasiones bárbaras. Aunque, algunos clichés me abofetean la cara en vaqueros y con una camiseta blanca marcando los bíceps sobre mi estómago.
Me estoy llenando de ira. Suelto el aire y el camarero me mira despistado, sonrío como si mi idea estuviera en blanco. También le sonrío a él, al Marlon Brando decrépito. Le agarro la mano y le arranco del taburete con toda la sensualidad que soy capaz de recordarle. Me lo llevo, muy discreta, al cuarto de baño. Impido con mi boca que diga nada. Le siento en la taza del water sin dejar de besarle. Deslizo mis manos de su cuello a la bragueta, apretando con asco los labios. Bajo la cabeza con los ojos cerrados. Extraigo un hongo arrugado de su pantalón y comienza mi empeño por hacerlo más grande. Le escucho gemir y se escapa una arcada. No pasa nada. Desvío mi pensamiento. Continúa mi trabajo. El pequeño habitáculo en el que existimos mezcla los recuerdos con el olor a orín y a amoníaco. La marca de sus dedos en mi cuello. La quemadura de su cinturón en mis riñones. Eso fue entonces, ahora es un viejo. Trato de convencerme y no soy capaz. Succiono con fuerza y a horcajadas me siento sobre sus muslos rozando con mis nalgas el tergal de su pantalón. Retira mis bragas y le cabalgo con ganas. Le escucho gemir, le escucho gemir, le escucho gemir. Silencio.
El bar se llena de curiosos y fotógrafos. Preparan una carpa fuera. La policía me interroga. Yo no sé nada, hacía años que no le veía, le encontré de casualidad. Me vuelvo a casa despistada.
- La última copa, decías, ¿no? – Sonrío mientras me desmaquillo.