lunes, 12 de marzo de 2012

LA MUJER DEL CALLEJÓN

Lo de menos era tratar de vivir. Solo importaba sortear el hedor de los vecinos con síndrome de Diógenes. No tenía trabajo. No buscaba trabajo. En aquel tiempo, huía, eso sí, de los pecados impuestos por otra gente, con los que no había nacido. Encontré un anuncio en la solapa de alguna revista de aliento republicano: “Se buscan coartadas”. Y entonces, salí a la calle.
Alguna trompeta disparaba notas enfermas contra los coches aparcados. Semáforo en verde. Un claxon histérico me obligó a cambiar de pensamiento. No valía la pena fingir, o tal vez sí. A veces el mundo parece estar repoblado por monstruos, en vez de humanos. Mejor no decir nunca la verdad. Mejor no decir nada. Silencio de claxon y otra vez el cinismo.  
Los escaparates marcaban tiempos nuevos. Ofertas y rebajas imposibles. Seguí caminando. Un hombre de pelo rojo y sonrisa vivida se me acercó. “Descansa”. Me dijo. Y me escondí con él en una calle conocida del centro de la ciudad. Caminamos. Caminamos mucho y atravesamos un callejón vacío. El cuerpo inerte de una mujer, tendido en la acera nos hizo un guiño. Lo miramos sin cambiar palabra. Sentí un frío indiferente. El pelirrojo me apretó la mano y silbó sobre los ojos del cadáver. Quizá una pregunta. No hubo respuesta.
La boca me ardía. Al pelirrojo también. Entramos en el primer bar que se nos puso delante y pedimos una manguera de cerveza. El camarero tardó un tiempo en atendernos. Su equipo de fútbol acababa de marcar el gol definitivo y chocaba los puños contra el resto de clientes. Mientras, en el fondo del bar, la televisión hacía homenaje al recorte de presupuesto para el tratamiento de una enfermedad que no existe. El pelirrojo y yo bebimos cerveza hasta ver interferencias en la pantalla. Abandonamos el local.
El reloj de la plaza se había dormido a las cinco menos cuarto. “Quizá a nadie le importe que los relojes no marquen la hora a la que suceden las cosas”. Pensé.  Dimos la vuelta a la manzana y el cielo comenzó a llorar. Mi compañero pelirrojo y yo, corrimos para evitar el llanto. Nos refugiamos en una cafetería, próxima a la estación, donde no llegaban las lágrimas. Igual queríamos huir, cambiar, mudarnos. Igual no. Agarré el periódico de la barra, mientras él pedía los cafés. Casi en la última página, había un titular pequeño que decía: “Desaparecido el cadáver de la mujer del callejón”. Leí el artículo sorprendida. El periodista afirmaba que la última vez se la vio acompañada de un hombre pelirrojo, de edad muy vivida. Un único testimonio: “Buscaban una coartada”. Sonreí por primera vez después de mucho tiempo. Besé su frente. Le empujé al cuarto de baño. Y me lo follé en la taza del water. No una, sino varias veces.

1 comentario:

  1. Leer un texto en el que alguien, republicano o no, pida un café en uno de esos bares literarios que pueblan las cabezas..., es algo genial. Ya vale la pena y, sobretodo, la alegría el tiempo invertido.

    Me gusta leerte, aunque lo haga de higos a brevas, o de brevas a no sé qué... o de estación en estación. Pero para escribir me sucede lo mismo, así que mis culpas están repartidas: debería tener más constancia en todo... Nada, que me has gustado otra vez, como todas las veces, en letra viva.

    Un abrazo, dominical.

    Mario

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