lunes, 5 de diciembre de 2011

LAS SETAS

Ojalá la tristeza que produce el desamor, se fuera tan rápido como el efecto de las drogas.

La primera noche perdimos la conciencia en montones de garitos, antes de llegar a la cama. Pero en la cama, ya sin espíritu, forzamos el cuerpo para olvidarnos durante doce horas de caminar, de comer, de pensar. Después supe que cuando se marchó de mi casa, apenas recordaba su nombre, ni porqué estaba allí, ni dónde vivía. A mí, a mí me había convertido en una ninfa discapacitada. Se había llevado mi destreza para otros sentidos que no tuvieran que ver con sus dedos y su olor. Había colapsado todas las entradas a mi cerebro, salvo su mirada de reojo, su sonrisa larga y su rabo de sátiro. Esa trilogía se mantuvo insistente hasta que le volví a ver. Todo era cuerpo entre nosotros. Y yo, que siempre he amado la entrega absoluta a los placeres, como sería de esperar, al tercer día me enamoré.

Con el amor me llegó la ansiedad propia del sentimiento. Cada mensaje no contestado me suponía un pinchazo en algún nervio. El miedo a perderle me mantenía tensa y esa tensión, le daba una bofetada de palabras que le alejaban de mí unos cuantos pasos cada vez. Supe por mi actitud que le iba a perder y del mismo modo se lo hice saber a él. Se le llenaron las pestañas de pena y a mí de rabia, por no poder controlar ese querer con necesidad. Aquella noche, a pesar de esa extraña distancia (no de sentimientos, sino de canalización), llegamos de la mano al sofá de mi casa, nos desnudamos y nos comimos unas setas que había traído como souvenir de Ámsterdam.

Nos envolvimos en magia. Desaparecieron los objetos. El resto de humanos. Los pensamientos Desapareció todo lo no fuéramos él, los cojines de mi sofá y yo. Se magnificó el sexo. Se convirtió en algo sospechosamente grande y profundo. Las caricias llegaban a los huesos y una catarata de líquido recorría mis piernas. Su olor me llamaba a voces y yo me entregaba a él desesperada, como un animal en celo. “Te quiero”. Gritaba. “Te quiero, tía”. Y en mi embriaguez se me hacía entrañable esa mezcla de deseo, cariño y brutalidad callejera. Lo que vino después lo viví en una burbuja de jabón. Suave. Muy despacio. Todo lo gris de lo cotidiano se redujo a caricias. No había más vida que la boca de los dos y sus manos. Y también las mías, desquiciadas de tanta paz. En algún momento, sentí que le hablaba sin mover los labios y él me entendía. Fuera las palabras que no hacen sino confundir. Nos contábamos nuestros secretos con la frente. Entonces pensé en algo doloroso y me pareció verle llorar. En cuatro horas, nuestra carroza se convirtió en calabaza y el mágico efecto de las setas se diluyó.

- Me has dicho que me quieres-. Le dije tímida para ver como reaccionaba.

- ¡Íbamos drogados! - Contestó él mirando fijamente mi puchero de niña caprichosa. Y yo, callé.

- Claro que te quiero, tonta – Rompió el silencio pasándome el brazo por el hombro mientras yo sonreía, a punto de llorar. Aquella sonrisa que me hizo apretarle la mano, fue quizá lo más dulce que recuerdo de mi tiempo con él.

La embriaguez duró unos pocos días más. Como si la parte de nuestro cerebro que no domina la razón, que solo se deja guiar por los instintos, se hubiese quedado encendida y la única señal que emitiera fuese la de aparearse con el otro. Fueron unos días guiados por una intuición animal. Comer. Dormir. Reír. Follar. Y de ellos he hecho un cuadro de lo que supone para mí la felicidad. Pero no. De los animales nos separa la razón. Maldita aliada. Esa falsa razón nos ensucia de miedo, de grises, de otras personas, de otros recuerdos.

Nuestra historia siguió unos cuantos meses con alegrías y desganas. Apagado por completo el cerebro primitivo, mi compañero de setas y yo nos empeñamos en humanizar nuestra relación. Freno. Vacío. Volvió la ansiedad pinchando los nervios y esa tensión que ya en algún momento me anunciaba que le iba a perder. Rebusqué en el cajón. No quedaban más setas.

El desamor siempre es una incógnita cuando se ha amado de tantas formas. A veces me gustaría ser un animal salvaje o vivir siempre bajo el efecto de las setas, tirada sobre los cojines de mi sofá.

3 comentarios:

  1. Madremiadelamorhermoso, qué texto más bueno. Pero bueno de verdad, como las setas comestibles, o como las ardillitas simpáticas que entierran sus frutos para no quedarse sin ellos cuando llegue el frío, o algo así.

    Y sí, si el amor ya es una incógnita, no te cuento el desamor...

    Un saludo.

    Mario

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  2. Gracias, Mario. Te echaba de menos en mi lupanar.

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