domingo, 28 de octubre de 2012

MUERTE LIGERA



Noche partida por la corta calma
cuerpo tendido sobre azul oscuro
fatal araña de las negras luces
lánguido miedo

Triste mañana sin apenas ruido
muerte ligera de un marfil teñida
valor rasgado en los dedos tensos
mágica fuerza

domingo, 7 de octubre de 2012

LA LOUCHETTE


Je ne suis pas capable de centrer la flamme de la bougie qui illumine ma couchette. C’est pour ça que ces paroles laissent des traces de la colère et des cris. Ce n’est pas aussi sale que ce que vous m’avez dédicacé un jour.
Trois larmes rouges et bleues. Trois je vois. Trois et la pointe de mon nez. Le parfum de bois de santal ne camoufle pas déjà l’odeur de ma perruque. Maintenant, c’est si pourri et si puant comme ma sentence éternelle dictée en tes vers.
Vous êtes condamné á mort entre mes jambes. Vous êtes condamné á la maladie pour respirer mes bisous et pour vous mouiller de mes plaisirs. Vous êtes condamné á me détester pour m’avoir aimé. Le désir de la décadence est votre punition. Qu’est-ce que vous cherchez quand vous léchez mon jus ? Qu’est-ce que vous avez voulu de cette pute ?
Pute. Pute parce que je me suis mise nue devant des regards différents quelques nuits ? Et vous ? Est-ce que vous n’êtes pas plus pute, poète que vous dénudez votre âme et vous la déverser comme encre pour le monde entier. Je sens de la pitié pour toi. Vous avez voulu faire des poésies d’un cadavre infâme et vous l’avez eu.  Infecté du cadavre vous  devenez cadavre qui vous montrez sur un lit décharné des vers. Chair, chair oui, chair vous auriez voulu, et maintenant vous pouvez récurer seulement les os.
Un instant d’un beau temps m’arrête. Je souffle la flamme, disparaissent les trois larmes. Seulement un cadavre chauffe mon oreiller. Je palpe les drapes froids.
Vous êtes condamné á mort sur ma bouche. Je suis condamnée á l’éternité de tes poèmes.

lunes, 27 de agosto de 2012

ANTES Y DESPUÉS


El rayo se reflejaba en la ventana de enfrente y me hacía esperar encogida el trueno. Las gotas taconeaban con furia sobre el suelo del patio. El aire envilecía las puertas. Estruendo. Apenas se escuchaba, pero Josephine Baker no dejaba de cantar.
Rocé con la lengua los hielos de la copa de White label, buscando de ese modo, alguna sensación que transportar al folio en blanco que soportaba mi máquina de escribir. El frío me llevó una vez más a ti. Comencé a aporrear las teclas, mezclando el impacto de mis dedos con las gotas de lluvia:

“Te conocí en el antes de mi después. No supe entonces cuales fueron los motivos que te empujaron a acercarte a mí. No tengo ni idea de que fue aquello que despertó tu curiosidad y tu urgencia por descubrirme. No soy capaz de averiguar las razones que motivaban tu ansiedad por conocer mis secretos. En aquel momento te intrigaba todo lo mío, desde mi apellido hasta la manera en que me ato los zapatos. Viviste conmigo este impacto que ha marcado mi destino. Las nuevas circunstancias te aterran a ti más que a mí. Se ha diluido el interés, te alejas a la misma velocidad con la que llegaste. Prefiero no mirarte, eres el reflejo de mi otro tiempo y de este nuevo, veo en ti la felicidad que se quedó del otro lado, la alegría de aquel momento, y sin embargo, tus expresiones no dejan de recordarme el infierno que se me ha impuesto sin esperarlo. Tu actitud es más consciente que la mía, supongo que esas son las razones que te inducen a alejarte. Desconozco los motivos por los que apareciste en mi vida, ahora pienso, sencillamente, que fuiste un marcador de mi tiempo, un duende que me indica que debo valorar mi antes y afrontar mi después.”

Un trueno paralizó el torrente de palabras que fluían de mis dedos. Me llevé la mano a la mejilla. Estaba húmeda. Mi mente se quedó en blanco y Josephine Baker dejó de cantar. La inspiración llovía sobre mí, pero me impedía la duda. ¿Debía relatar el primer capítulo de mi nueva vida o el último de la otra? En uno u otro caso se trataba de dejarte en mal lugar y esa no era mi idea. Sin embargo, la elección acertada era el único modo de desatar mi condena. Decidí por tanto, crear un personaje ficticio que se pareciera a ti. Unas circunstancias parecidas pero diferentes a las reales y disparar letras a discreción a partir de eso. El tono de mis palabras me parecía demasiado poético y decidí escribir en bruto. Así como lo recordaba.

“De aquellas trabajaba como ayudante de una cocinera mal follada que me observaba cada día, trapo al hombro, cuchillo en mano. Pasaba las mañanas y las tardes a la sombra, cortando zanahorias como pollas de viejo y pelando cebollas que me hacían llorar. Tú me esperabas cada noche en la puerta del restaurante y de ahí a ese apartamento prestado, donde bebíamos cerveza y planeábamos la escapada a ese paraíso millonario que habíamos inventado. En ningún momento imaginamos que el precio del billete sería tan caro”.

La tormenta comenzó a amainar al tiempo que mi ansiedad. Empujé la aguja del tocadiscos. Bienvenidas de nuevo las notas “J’ai peur de rêver”. Lancé una moneda al aire. Cara el primer capítulo, cruz el último. La cruz golpeó el suelo y sonreí. Siempre más fácil narrar el desenlace que contar como sucedió, aunque eso dejara recluidas mis tormentas. Le di un trago al White Label, no sin antes brindar con el aire. La idea estaba dictada, solo quedaba ejecutarla.

“Aquella mañana la cocina rebosaba patatas y deseo. Era necesario pelar una caja entera antes del mediodía y lo hice automáticamente, sin dejar de dirigir mi pensamiento a nuestra huida. No solté el cuchillo. No lo hice. Guiada por un impulso al que de momento no he puesto nombre, me dirigí hacia tu casa. Ya en el portal escuché el sonido de la radio y el suave deslizar de una plancha. Tu esposa estaba allí pero yo era a ti a quien buscaba. Me abrió la puerta sorprendida. Sin quitar ojo del cuchillo y con la voz temblorosa, me dijo: “Ha trabajado toda la de noche, ya sabes, ahora duerme”. Todavía me pregunto como pudo tragarse ese rollo del supuesto ensayo que escribíamos juntos. Irracional, la pegué un empujón y me adentré hacia tu dormitorio. Sabía que matarte sería la única manera de terminar con esas esperanzas inventadas que me hacían tanto daño y que me impedían la concentración en la cocina. Se puso en medio. Ella no era consciente de mi falta de alma. Se puso en medio y yo no pude evitar la rabia. Fueron necesarios cinco cuchillazos para desmoronar mis sueños. Ya no me quedaron fuerzas para ti. Después volví a la cocina. Nadie me había visto salir. La cocinera, trapo al hombro, se sorprendió al ver tal cantidad de patatas y de zanahorias que aquella mañana me había dado tiempo a pelar”.

Las gotas sonaban suaves esta vez. Asomé la cabeza por la ventana y dejé que se me empapara el pelo. Le di el último trago al White Label y me serví otro. Aún me quedaban cosas por contar. Josephine Baker danzaba por mi salón. La pereza no me impidió golpear de nuevo las teclas y la embriaguez me hizo recuperar mi tono poético

“La policía nos busca. Tienes miedo. Yo no tanto. Ahora no sé si fue matar a tu esposa lo que cambió mi vida o matar los falsos sueños que me habías inventado. Tienes miedo. Yo también, pero mi miedo es justo. Soy yo quien debe afrontar la vida en bruto. Te alejas. Ahora sé que solo fuiste un marcador de mi tiempo”.

Siempre lo mismo. Bucle y hasta ahí tú, que te esfumaste, y mira que siempre trato de suavizar tu personaje. Vuelvo a mi White Label. Lanzo la moneda al aire con la esperanza de que salga cara esta vez. Siempre cruz, siempre cruz. No existe manera de intentar el capítulo anterior que será el que me permita levantarme de la silla del escritorio. Así podré cambiar el disco y disfrutar del sol en mi ventana. No soy capaz de escribir como inventaste esos sueños. Mejor no decir nada, antes de que truene la verdad y me parta un rayo.

viernes, 20 de julio de 2012

LA HABITACIÓN DE LOS ESPEJOS


Pasaba las noches matando avispas con un spray. Después, me miraba al espejo y este me devolvía a una diosa guerrera que no se llamaba Diana y ni siquiera me recordaba a mí.
Llegué a esa casa por casualidad. Alguien (aún no sé quién) respondió al anuncio que, desesperada por encontrar alguna habitación, había colgado en la página web de aquella ciudad al sur de Francia.  Recogí las llaves en el bar que había en el portal de al lado, a cambio del dinero del alquiler. La casa era amplia, estaba llena de luz y de madera vieja. Nada más abrir la puerta me recordó a una de esas de Formentera, dónde Medem ambientó Lucía y el sexo. Yo, que tanto amo el cine. La intuición me llevó a mi cuarto. No era pequeño, pero estaba inundado de muebles. Había un armario con espejos, enorme y sin ningún sentido porque de ninguna manera enfocaba a la cama. La cama apenas me dejaba hacer vida en el taburete, mi supuesto bureau, que había entre ella y la ventana. En la mesilla de noche había un gato inmóvil y atractivo (me siento ridícula utilizando este término, pero no encuentro otro), un gato inmóvil y atractivo que no paraba de erguirse coqueto y de mirarme.
Nada más llegar deshice el equipaje y me tiré sobre la colcha (seguro un bonito souvenir de Lisboa), tratando de recordar los meses que me habían llevado hasta allí. Duros, muy duros. Había salido de Bilbao fatigada de impotencia. Por muchas. Por todas. Por tratar de hacer y vivir. Por ser una mujer. Por intentar ser una persona. Quedaba un poco de sol entrando por la ventana. Suficiente para darme la razón. Aquella habitación prometía vida.
Mi tiempo se deshacía en el cine, en los cafés para intercambiar conversación y en mi viejo dormitorio de espejos enormes, donde no hacía más que descargar mi rabia pasada contra las avispas. Me valía de trabajos precarios para vivir. A veces lavando platos en algún restaurante  y otras limpiando baños. Les toilettes, llamaban ellos.
Una noche, al terminar la jornada, el patrón me invitó a tomar una copa antes de marchar. Curioso me preguntaba acerca de mi vida anterior. Millones de fantasmas inundaron la sala, sin embargo no fui capaz de revelarle ni una sola palabra. La falta de fluidez en su idioma y la desgana me llevaban a un “je ne sais pas” sin sentido y de ahí, a sus manos perdidas bajo mi delantal lleno de manchas. Nos dio la mañana. Durante el café, me aumentó la jornada de trabajo y cambió mi puesto de lavaplatos por el de camarera. Entonces decidí dejar ese curro. La vuelta a casa me hizo sentir tan sola como la protagonista de aquella película de Rohmer, El Rayo Verde, pero encontré la misma suerte que ella. Justo esperando el primer tren, me habló un muchacho con pocas cosas mejor que hacer.  Sin vacilar, me fui con él a un bosque. Jugamos a ser pareja. Hicimos un amor bilingüe y reviví el Anticristo que me hizo odiar a Lars von Trier. Me sentí perversa. Cuando presentí que faltaba poco para que prendiera la cerilla que me volvería definitivamente bruja, le pedí que me devolviera a mi casa. Y así lo hizo. Los franceses son muy orgullosos y educados. Ya en casa me encajé en el taburete entre la cama y la ventana y comencé a escribir mis días, con la misma fuerza con la que apretaba el spray devorador de avispas.  El gato me lamía los dedos de los pies ¡cómo si fuera un perro!
Mis días siguieron en aquella ciudad. Esclava de la rutina y de un buen hacer perfecto. Como en aquella película de James Ivory que se llama Lo Que Queda del Día. Y así como hizo Anthony Hopkins, me adapté a una burbuja de vida que no abarcaba más que las avispas, mi taburete, el gato, la mesilla, los espejos y mi cama enorme.
Comenzó a llover y mi tiempo se hizo negro. Apenas quedaban avispas, pero mi obsesión se tornó furiosa. Agarré el paraguas y salí a la calle. Empapada, en busca de vida, me refugié en un café decorado con sillones de terciopelo rojo y reproducciones de Pablo Picasso. Pedí una absenta, por si de ese modo, me transformaba en una prostituta de la época maldita. Maldita decisión. El alcohol me llevó de nuevo a casa acompañada de un poeta ebrio. Cualquiera se vino conmigo y revivió como en una pantalla gigante, aquella historia de la que yo huía. Las avispas revoloteaban alrededor de la lámpara. El gato le arañó la cara, a ese que venía conmigo. Me miró con los ojos amarillos y felinos. Asentí. Rompió el cuerpo del desconocido con las uñas y saltó sobre mis rodillas para que le acariciara.  El zumbido de las avispas me estaba volviendo loca. El gato estiraba zarpazos a un lado y otro. Silencio. Encajada en el taburete que limitaba mi cama, me vi a misma reflejada sobre el espejo del armario enorme. Riendo. Un subtítulo decía: ¿Quién eres? El sol guiñaba los ojos del gato. Olía a café y a madera vieja.

domingo, 17 de junio de 2012

ODALISCA




Tu látigo me desdobla y me separa la carne de los huesos. Odalisca usuaria, me hago debutante.

- ¿Dónde quedó esa ávida osadía? - Preguntas silencioso - ¿Qué temes? - Insistes mientras golpeas el cuero contra los dedos de mis pies.

- Las cadenas, temo.

Te miro y disparas tus lanzas suplicando contra mi fragilidad y yo respondo agotada:
- No. Ya no. Cuerpo no - Me regocijo desnuda entre el hierro, arrebatando tus respuestas - Carne no.

- ¿Amor sí? - Preguntas para herirme. Me brota la pereza.

-  Amor tampoco. Mejor matarte. Correr a la tibieza del bosque, sumergirse en el río y darle la espalda a las palabras. Matarte. Huir despavorida a esa cueva que protege a los vasallos. Matarte. Mejor si mueres.

Los dedos de mis pies flotan en el río. Tu fusta está al mismo lado. Ahora dime, mi amo ¿A qué me huele el coño?

lunes, 12 de marzo de 2012

LA MUJER DEL CALLEJÓN

Lo de menos era tratar de vivir. Solo importaba sortear el hedor de los vecinos con síndrome de Diógenes. No tenía trabajo. No buscaba trabajo. En aquel tiempo, huía, eso sí, de los pecados impuestos por otra gente, con los que no había nacido. Encontré un anuncio en la solapa de alguna revista de aliento republicano: “Se buscan coartadas”. Y entonces, salí a la calle.
Alguna trompeta disparaba notas enfermas contra los coches aparcados. Semáforo en verde. Un claxon histérico me obligó a cambiar de pensamiento. No valía la pena fingir, o tal vez sí. A veces el mundo parece estar repoblado por monstruos, en vez de humanos. Mejor no decir nunca la verdad. Mejor no decir nada. Silencio de claxon y otra vez el cinismo.  
Los escaparates marcaban tiempos nuevos. Ofertas y rebajas imposibles. Seguí caminando. Un hombre de pelo rojo y sonrisa vivida se me acercó. “Descansa”. Me dijo. Y me escondí con él en una calle conocida del centro de la ciudad. Caminamos. Caminamos mucho y atravesamos un callejón vacío. El cuerpo inerte de una mujer, tendido en la acera nos hizo un guiño. Lo miramos sin cambiar palabra. Sentí un frío indiferente. El pelirrojo me apretó la mano y silbó sobre los ojos del cadáver. Quizá una pregunta. No hubo respuesta.
La boca me ardía. Al pelirrojo también. Entramos en el primer bar que se nos puso delante y pedimos una manguera de cerveza. El camarero tardó un tiempo en atendernos. Su equipo de fútbol acababa de marcar el gol definitivo y chocaba los puños contra el resto de clientes. Mientras, en el fondo del bar, la televisión hacía homenaje al recorte de presupuesto para el tratamiento de una enfermedad que no existe. El pelirrojo y yo bebimos cerveza hasta ver interferencias en la pantalla. Abandonamos el local.
El reloj de la plaza se había dormido a las cinco menos cuarto. “Quizá a nadie le importe que los relojes no marquen la hora a la que suceden las cosas”. Pensé.  Dimos la vuelta a la manzana y el cielo comenzó a llorar. Mi compañero pelirrojo y yo, corrimos para evitar el llanto. Nos refugiamos en una cafetería, próxima a la estación, donde no llegaban las lágrimas. Igual queríamos huir, cambiar, mudarnos. Igual no. Agarré el periódico de la barra, mientras él pedía los cafés. Casi en la última página, había un titular pequeño que decía: “Desaparecido el cadáver de la mujer del callejón”. Leí el artículo sorprendida. El periodista afirmaba que la última vez se la vio acompañada de un hombre pelirrojo, de edad muy vivida. Un único testimonio: “Buscaban una coartada”. Sonreí por primera vez después de mucho tiempo. Besé su frente. Le empujé al cuarto de baño. Y me lo follé en la taza del water. No una, sino varias veces.

¿QUIÉN CREÓ A LA MUJER?


¡Clack! Se casca un huevo y un hombre aterriza en la sartén. Clikclikclik, los repiqueteos inundan la cocina. Mientras, el hombre nada en el aceite hasta alcanzar el borde del metal. Se agarra con las dos manos al filo de acero y hace presión con los pies tratando de dar un salto ¡Chaf! Se escurre. Cae al fondo de la sartén y decide descansar por, si de ese modo, se le ocurrieran nuevas ideas para salir de allí. Las ideas fluyen. Se van extendiendo. Se hace un faldón alrededor del hombre. Primero transparente. Luego blanco. El hombre se relaja. Ahora sabe que esas ideas son firmes. Lo único que necesita es recuperar fuerzas para ponerlas en marcha y así, encontrar la salida de la sartén. Su duermevela, se ve interrumpido por una lluvia de granizo. Le escuecen los ojos. Negro. Ya no puede ver.
Clikclikclik. Siente un repiqueteo, esta vez ajeno, que le hace despertar. Mira a su alrededor. Sus ideas han conseguido tumbarle en un plato enorme. Se siente bien. Ya no le ahoga el aceite. No existe el escozor. Se asoma al ruido sin acercarse. Mira el contenido de la sartén. Una aglomeración de muchachas rubias gritan en el aceite. Las mira de reojo, con un temor ingenuo. Sus ideas están cuajadas y no encuentra el modo de proceder. Las muchachas rubias, ahora son morenas. Alguien ha apagado el fuego y se las escucha respirar. Una pala metálica las va escurriendo a su lado. El hombre tiembla. Se intimida cerca de tanta mujer.
El plato despega desde la cocina, atraviesa el pasillo y sobrevuela el comedor. El hombre se asoma. Mira hacia abajo y solo ve más hombres. Una masa de hombres en movimiento. Todos corren. Son hormigas persiguiendo una migaja de pan. El plato aterriza sobre una mesa.  Se escuchan voces. Una esponja pinchada en un tenedor, arrastra la cara del hombre hasta cubrir el cuerpo de las muchachas. Las muchachas ya no se llaman. Ya no tienen color. El hombre se difumina. Se vierte. Se extingue. Criiiik. Rechina el tenedor en el plato. El hombre, sus ideas y las muchachas rubias, luego morenas, ya no existen.

¡Clack! Se casca un huevo y una mujer aterriza en la sartén. No se inmuta. Observa como cambian de color sus ideas. Primero trasparentes. Luego blancas. Las fija. Espera la lluvia de granizo con los ojos bien abiertos. Se duerme. Despierta en un plato. Está tranquila. Va acomodando a las muchachas, tal cual llegan, rubias o morenas. Ella sabe, que tras el avance por el pasillo, aterrizará en una mesa. Conocerá al hombre pinchado en una esponja mullida y ¡Plaf! ¡Catapún! Estallará un mundo de recetas.