jueves, 29 de diciembre de 2011

EL HIPPIE NATURISTA

Me encanta estar desnuda con mi cuerpo, sin que nada nos oprima ni nos limite. Nunca sentí pudor por mi desnudez. Tengo un cuerpo bonito, imperfecto pero bonito ¿Hay algo más hermoso que el cuerpo cotidiano e imperfecto de una mujer? No me avergüenza lo más mínimo mostrarlo. Concibo la desnudez como algo natural.

Raquel me había invitado a tomar café en su apartamento. Ella llevaba un tiempo enganchada a una página de esas en las que la gente camufla sus ansias por encontrar sexo, bajo el seudónimo de amor. Me contó, entre risas, que había conocido a un hippie naturista, un amante excepcional de pelo largo y vaqueros caídos “¿Naturista?” me llamó la atención la descripción del tipo. “Sí, naturista, tiene cuerpo para exhibirlo”. Yo entonces sufría los latigazos del desamor y trató de convencerme de que darme de alta en esa página, sería la mejor forma de amortiguarlos.

Tocaban días de vacío y tristeza. Apenas era capaz de concentrarme delante de la pantalla del ordenador en la oficina. Perdía la atención a la conversación de mis amigos. No tenía ganas de mucho más que no fuera estar de pleno conmigo misma. Fue entonces cuando decidí tomarme unas vacaciones y alquilar un bungalow en la urbanización naturista de  Vera. Después de seiscientos kilómetros al volante, reconocí que mi elección había sido la acertada. Fue fascinante sentir tanta naturaleza pegada a mi piel. El agua fría y cortante del mar. El tacto al aire de mis propias manos y las caricias cálidas y cariñosas del sol profanando mis partes más íntimas. Todo un placer pasar de la playa a la ducha y de la ducha a la cena en la terraza del bungalow, omitiendo el ritual del desnudado y el incómodo vestido. Y que decir del despertar, salir de la cama sin más pasos que desayunar y comenzar a vivir. Fue en ese bungalow de Vera donde me declaré naturista por principios y devoción.

La brisa del mar, sus olas removiendo la arena en los pies, el sol calentando mis hombros y mi cuerpo desnudo una vez más, me devolvieron a mi misma y de nuevo recobré la alegría. Una noche, al terminar de cenar en la terraza del bungalow, me preparé una copa de ron y comencé a jugar con mi portátil. Recordé los consejos de Raquel y por curiosidad, me di de alta en esa página. Montones de muchachos con fotos impertinentes intentaban captar mi atención. Aquello no me divertía lo más mínimo. Necesitaba darle vida a la noche y al ron. Estaba sola, desnuda y con un portátil sobre las piernas. Sentí nostalgia. Me avasallaron las ganas de compartir todo ese entorno con alguien. Fue entonces cuando recordé al hippy naturista del que Raquel me había hablado. No le conocía y sin embargo sentía la necesidad de tenerle sentado en la banqueta de al lado. Ansié por momentos compartir con él mis risas y mi desnudez. Mis ojos se clavaron en el plasma del portátil. Necesitaba encontrarle. Acoté todas las búsquedas, edad, color de pelo… “Imposible”, pensé fomentando con ello mi ansia. Me preparé otra copa y descansé un momento. No podía irme a dormir sin cumplir mi objetivo. Repasé fotos, apreté los ojos fuerte intentando recordar y como por arte de magia, llegó a mi cabeza un detalle que Raquel me dio a conocer y que hasta el momento había olvidado, su distrito postal. Introduje el dato en los campos que se me ofrecían en la página y milagrosamente su imagen dio vida a la pantalla de mi portátil, al ron y a esa noche de tiempo sobrado y absurdo en la terraza del bungalow.

Pinché la ventanita del chat y me decidí a escribirle: “Hola, ¿Qué haces conectado a estas horas?” Esperé unos instantes, no contestaba y comenzaban a arañarme los nervios. Le di otro sorbo al ron y me fui al baño para hacer tiempo. Al volver la pantalla seguía clavada en mi última pregunta. Dirigí la mirada al cielo y conté hasta cincuenta, la desvié tímida y miedosa de nuevo al plasma: “Lo mismo que tú, supongo” . Aquellas palabras escritas me sonaron a música celestial. Nos enredamos en una conversación absurda. Me divertía teclear todas las tonterías que me llegaban de pronto a la cabeza. Nadie me juzgaba más la pantalla de mi ordenador.

Los primeros rayos de sol pusieron fin a ese mundito de risas y disparates sin freno. Él debía acudir a su consulta o algo así. El final de nuestra conversación se hizo un laberinto. Le hice saber mi condición naturista y me avasalló a preguntas. Quería adivinar mis razones. Tecleábamos los dos al tiempo. Entremezclamos como dos posesos millones de palabras. Nuestra afición al naturismo, nuestros objetivos con respecto a eso, la naturalidad de la desnudez, la falta de objetividad sexual del cuerpo en sí, nuestro enfoque hacia la vida, lo que proyectábamos y lo que éramos capaces de dirigir. Y la conclusión fue una cita nudista en el salón de mi apartamento, sin introducciones ni desenlaces sexuales. Algo sencillo y natural que nos hiciera disfrutar de aquello que los dos amábamos: nuestra desnudez. Con toda esa información él se fue a su consulta y yo a dormir. Intenté ordenar conceptos: “se llama Víctor, es guapo, divertido, naturista y vegetariano”.

Seis horas de imaginación desbordada y carretera hacia Madrid. Me sentía feliz. Casi había olvidado por completo mi tortuoso desamor. Me estallaba contra la cabeza ese cuerpo desnudo de pelo largo que había conseguido emborronar de risas y esperanza la pantalla de mi portátil.

Llegó el día de la ansiada cita. Los nervios mantuvieron durante toda la mañana el corazón en mi garganta. Recordé que me había dicho que era vegetariano y plagué la nevera de verduras y hortalizas. Quería hacer de aquella tarde algo inolvidable y procuré que no se escapara ningún detalle. Me excitaba la idea de recibir a un desconocido desnuda en mi salón. Me escribió un mensaje cuando tomó el taxi que le habría de traer a mi casa.  Me temblaban las manos y el cuerpo entero. El timbre de la puerta volcó mi corazón. Y sin embargo, sentí un leve mareo al descubrir su imagen en el umbral. Aquel personajillo de voz gritona y movimientos nerviosos no tenía nada que ver con lo que yo había imaginado. El Víctor a quien esperaba no existía, a cambio tenía delante a un perfecto desconocido que contemplaba de arriba abajo y con baboso deseo mi cuerpo desnudo. “A Raquel se le está yendo la pinza o está perdiendo el gusto”, pensé.

Le invité a pasar y a quitarse la ropa. Las condiciones debían ser las mismas para los dos. Le ofrecí una cerveza con naturalidad. Yo había perdido por completo el miedo y él, sin embargo, tartamudeaba hermético y tímido.

- ¿Te apetece cenar algo? Tengo verduras y fruta, por cierto, en eso también coincidimos, soy vegetariana igual que tú.

- ¿Vegetariano? - Abrió los ojos con asombro - ¡Yo no soy vegetariano!

- Pero tú me lo escribiste, ¿no?

- Veterinario, te dije que era veterinario - Me resultó inevitable estallar la carcajada que desde que abrí la puerta estaba contenida en mi garganta.

Me senté a su lado en el sillón. Él apenas hablaba y yo no paraba de hacerlo sintiendo que de aquel modo, pasaría cuanto antes esa situación incómoda. Mi actitud era natural, como si estuviera acostumbra a recibir desnuda a desconocidos en casa. Él sin embargo estaba inmóvil. Alargó el brazo para agarrar un cojín que tímidamente colocó sobre su entrepierna, aquello crecía por momentos y debió presentir que yo me estaba dando cuenta. Se me escapó un bostezo.

- Igual estás cansada y quieres irte a dormir - Me dijo en tono bajito y manteniendo la esperanza de que le invitara a mi cama.

- No, tranquilo. Bueno, sí, la verdad es que madrugo mucho y estoy agotada. Ha sido un placer conocerte. La próxima fuera, en algún bar, eso sí, con ropa - Recurrí al chiste fácil para restar tensión al ambiente. Me despedí de él besándole las mejillas. Su expresión era un poema. Los ojos como platos y la mandíbula descolgada. Salió disparado de mi casa.

Me gusta estar desnuda con mi cuerpo y protegida con los de otros.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

LA NOCHE DEL ACCIDENTE

Mi chico se ha matado en un accidente de coche.

El tiempo en mi salón no existe, es un presente perpetuo. Que se termine el papel higiénico, la leche y los congelados del frigo, es lo único que me hace sentir viva. Mi sueldo no da para pagar el alquiler. Trato de dibujar los números rojos con el pintalabios, aparentando una sonrisa. Y pienso en su chándal y en mi pijama de osos, cavando hondo en el sofá, para encontrar el frac y los tacones de aguja. Los recuerdos llevan toda la mañana acariciándome. Me crezco como una polla enorme. Escupo un sueño. Estoy en paz y me marcho a dormir.

La policía toca la puerta. Salgo de la cama desganada, me pongo la bata y les recibo con una taza de café frío y un montón de legañas en las manos. Me interrogan en el pasillo. No me apetece ser amable y no les paso al salón. El freno de mano de mi Twingo estaba roto, esa fue la causa del accidente. El informe prueba que ya lo estaba antes de que él cogiera el coche e insinúan que podría haber sido cosa mía.  Lo tienen todo muy atado, salvo los motivos que me podrían haber llevado a hacer algo así. Saben la miseria en la que andábamos viviendo. Saben también que ahora esa miseria la soporto yo sola. Lo que no les voy a contar son nuestros sueños de cruceros por el mundo y marisco en la terraza de algún ático de lujo. Eso ya no importa. Mi chico se ha matado. Él ya no sueña y yo tampoco.

No soy capaz de reconstruir la noche del accidente, como me piden. Les puedo describir, si acaso, la rutina que manejábamos a diario, cuando él estaba vivo. Asienten y me piden esa información. Me ruborizo al recordar el primer momento de la mañana. Siempre poníamos el despertador media hora antes de levantarnos para gozar plenamente el uno del otro. Desnudos. Sin cerebro para pensar en las quince horas que se nos venían por delante. Desnudos no existían los problemas. No éramos nada más, ni nada menos. Luego, al final del día, nos quedaban otras dos horas, antes de ir a dormir, para repasar la forma en la que debíamos afrontar y salir de esa situación. Trabajo, trabajo, trabajo y falta de capital para cubrir nuestros gastos.

Uno de los polis ha reparado en la curva que deforma los dibujos de mi bata. Me ha preguntado con una frivolidad que me ha atado el café a la garganta. “De cuatro meses, él no lo llegó a saber, no encontré el momento de decirle”. He contestado con una sonrisa cínica bien disimulada. Me he quedado pegada a la puerta cuando se han marchado. Acariciándome la barriga. Los recuerdos me han apedreado y me he vuelto a la cama agarrándome a las paredes. La noche del accidente conducía yo.  

martes, 20 de diciembre de 2011

DOSMILONCEANDO Y CON EL MAZO DANDO

Tú, todo el rato tú y la eclosión. La puta que llega en mala hora y me patalea con el pie izquierdo hasta meterme en una tubería. Mahou, Bombay, las tónicas y otros venenos. Terror de 200 m negros en un cuarto de baño. La morena que vendió sus tardes de directo en el mercado de las pulgas. La chica que lo entrega todo a cambio de un nada sospechoso. Decepción. Soledad. De nuevo tú y mi cama en verde oscuro y morado. El buscavidas que encuentra la mía, me hace firmar letras de humillación y calumnias y se las cobra en especies y en dos plazos. Escombros soplando una llama de negocios. La locura. No tú, definitivamente no y sí a una noria interminable que impide otros colores. Julio, Jose y un verano lleno de agua y de amigos. Los dos locos de pelo blanco que me convierten por una noche en la muñequita de algún cuaderno. Ana y aprender que existe la belleza. Chabrol, Truffaut, Romher en un mundo de subtítulos. El calor a café del gineroom, ese palacio con siete habitaciones. Las sonrisas que chupan lágrimas en el bigote y empujan para mantener el equilibrio. La incertidumbre, siempre rasgando con rabia la erre. El pijama, los garbanzos y la maraña de vida en la que me enredo con el chándal de Galo. Una esperanza, un hilo de ilusiones, las ganas de olvidar este año. Y a ti.  

lunes, 5 de diciembre de 2011

LAS SETAS

Ojalá la tristeza que produce el desamor, se fuera tan rápido como el efecto de las drogas.

La primera noche perdimos la conciencia en montones de garitos, antes de llegar a la cama. Pero en la cama, ya sin espíritu, forzamos el cuerpo para olvidarnos durante doce horas de caminar, de comer, de pensar. Después supe que cuando se marchó de mi casa, apenas recordaba su nombre, ni porqué estaba allí, ni dónde vivía. A mí, a mí me había convertido en una ninfa discapacitada. Se había llevado mi destreza para otros sentidos que no tuvieran que ver con sus dedos y su olor. Había colapsado todas las entradas a mi cerebro, salvo su mirada de reojo, su sonrisa larga y su rabo de sátiro. Esa trilogía se mantuvo insistente hasta que le volví a ver. Todo era cuerpo entre nosotros. Y yo, que siempre he amado la entrega absoluta a los placeres, como sería de esperar, al tercer día me enamoré.

Con el amor me llegó la ansiedad propia del sentimiento. Cada mensaje no contestado me suponía un pinchazo en algún nervio. El miedo a perderle me mantenía tensa y esa tensión, le daba una bofetada de palabras que le alejaban de mí unos cuantos pasos cada vez. Supe por mi actitud que le iba a perder y del mismo modo se lo hice saber a él. Se le llenaron las pestañas de pena y a mí de rabia, por no poder controlar ese querer con necesidad. Aquella noche, a pesar de esa extraña distancia (no de sentimientos, sino de canalización), llegamos de la mano al sofá de mi casa, nos desnudamos y nos comimos unas setas que había traído como souvenir de Ámsterdam.

Nos envolvimos en magia. Desaparecieron los objetos. El resto de humanos. Los pensamientos Desapareció todo lo no fuéramos él, los cojines de mi sofá y yo. Se magnificó el sexo. Se convirtió en algo sospechosamente grande y profundo. Las caricias llegaban a los huesos y una catarata de líquido recorría mis piernas. Su olor me llamaba a voces y yo me entregaba a él desesperada, como un animal en celo. “Te quiero”. Gritaba. “Te quiero, tía”. Y en mi embriaguez se me hacía entrañable esa mezcla de deseo, cariño y brutalidad callejera. Lo que vino después lo viví en una burbuja de jabón. Suave. Muy despacio. Todo lo gris de lo cotidiano se redujo a caricias. No había más vida que la boca de los dos y sus manos. Y también las mías, desquiciadas de tanta paz. En algún momento, sentí que le hablaba sin mover los labios y él me entendía. Fuera las palabras que no hacen sino confundir. Nos contábamos nuestros secretos con la frente. Entonces pensé en algo doloroso y me pareció verle llorar. En cuatro horas, nuestra carroza se convirtió en calabaza y el mágico efecto de las setas se diluyó.

- Me has dicho que me quieres-. Le dije tímida para ver como reaccionaba.

- ¡Íbamos drogados! - Contestó él mirando fijamente mi puchero de niña caprichosa. Y yo, callé.

- Claro que te quiero, tonta – Rompió el silencio pasándome el brazo por el hombro mientras yo sonreía, a punto de llorar. Aquella sonrisa que me hizo apretarle la mano, fue quizá lo más dulce que recuerdo de mi tiempo con él.

La embriaguez duró unos pocos días más. Como si la parte de nuestro cerebro que no domina la razón, que solo se deja guiar por los instintos, se hubiese quedado encendida y la única señal que emitiera fuese la de aparearse con el otro. Fueron unos días guiados por una intuición animal. Comer. Dormir. Reír. Follar. Y de ellos he hecho un cuadro de lo que supone para mí la felicidad. Pero no. De los animales nos separa la razón. Maldita aliada. Esa falsa razón nos ensucia de miedo, de grises, de otras personas, de otros recuerdos.

Nuestra historia siguió unos cuantos meses con alegrías y desganas. Apagado por completo el cerebro primitivo, mi compañero de setas y yo nos empeñamos en humanizar nuestra relación. Freno. Vacío. Volvió la ansiedad pinchando los nervios y esa tensión que ya en algún momento me anunciaba que le iba a perder. Rebusqué en el cajón. No quedaban más setas.

El desamor siempre es una incógnita cuando se ha amado de tantas formas. A veces me gustaría ser un animal salvaje o vivir siempre bajo el efecto de las setas, tirada sobre los cojines de mi sofá.